EL BUEN GOBIERNO DEL CAPITÁN (I)
El señor Gregorio del Castillo era un inspirado Capitán de Granaderos del Primer Batallón de la Guardia Nacional, acantonada en la fidelísima Moyobamba. Es muy posible que algún momento de su carrera hubiera propiciado un esforzado golpe militar. Porque en su cabeza de cuartel ardía un peculiar manual de buen gobierno que quiso aplicar en la remota floresta. Por aquel tiempo, hacia 1838, era Subprefecto de la provincia de Maynas por suprema y absoluta decisión del mandatario de ese entonces. Y, sin que viniera a cuento, puesto que sus funciones no le exigían que metiera su cuchara en asunto tan complicado, escribió un documento de maravilla sobre la manera de dirigir los destinos de la vasta región selvática.
El Capitán de Granaderos era ambicioso en su afán de dotar a los demás de una doctrina capaz de hacer progresar de un plumazo a esa atrasada región. Anhelaba que sus peregrinas recomendaciones no quedaran en el olvido de los archivos ilegibles, en las ruinas de las gavetas cerradas, en el montón de los papeles viejos y amarillentos. Quería que sus consejos fueran impresos y expuestos en populosas plazas y lugares públicos para que fueran masticados y digeridas por cualquier persona de bien que buscara el bienestar común a la vuelta de la esquina. Ello implicaba que deberían leer y memorizar el reglamento de marras los gobernadores, los habitantes, los vecinos, los justicias, los forasteros, los viajeros de paso.
La doctrina gubernamental del dichoso capitán se originaba en los altos cielos. En el primer paso del documento declara que queda absolutamente prohibido blasfemar contra el Señor, contra la inmaculada virgen, contra los santos, contras las imágenes sagradas. Nadie, por otra parte, debería jurar en vano. Estaba también prohibido que cualquier energúmeno se burle de los sacerdotes. Las personas que se zurraran en esa ley, por cualquier motivo, no iban a quedar en la zona de la impunidad. Es que tenían que ser sancionados con el pago de un impuesto que estaba garantizado por el mismo Estado nacional. Así la floresta, tierra de herejes, de réprobos, de insumisos adoradores de las tinieblas, iba a ser una zona eminentemente religiosa como si se tratara del mejor rebaño de Dios.
En otra de sus recomendaciones el uniformado arremetía contra todo exceso sexual, todo vicio de la carne y no del monte, todo contubernio con la perdición en el corazón del gusto, como si tratara de entrada de apagar los fuegos de la ardorosa y calenturienta región boscosa. O sea que ninguna persona podía vivir lejos de su casa, en público amancebamiento, fomentando el adulterio y desempeñándose como alcahuete. Los moradores de la maraña tenían que amarrar sus incendios, frecuentar el castigo corporal o sumergirse en la práctica religiosa para huir del pecado.
El implacable decreto del capitán referido no hacía concesiones a ningún hechicero, vegetalista, tabaquero, huesero, camalonguero, ayahuasquero, huambisero, perfumero o fino pusanguero. Y quedaba terminantemente prohibido que los habitantes de la alta y baja fronda acudieran al consultorio de esos señores que tenían pacto y alianza con el Diablo. No lo decía directamente pero debió ser partidario de acabar de raíz con todo aquello que después pasó a llamarse chamanismo. Los infractores a ello debían ser conducidos a la capital fuertemente custodiados para que no escapen de pagar una multa acorde con el delito.
El futuro buen gobierno del bosque tenía que ponerse los pantalones con el respectivo cinturón para no permitir, de ninguna manera, que los gobernadores o las personas naturales o jurídicas compren o extraigan de sus pagos o aldeas a cualquier cholito o cholita. Nada justificaba ese desarraigo, ni siquiera el pretexto de que los iban a hacer estudiar para sacarles de sus costumbres bárbaras que incluía el consumo de carne humana. Porque era seguro que esos pendencieros lo único que querían era tener esclavos a su servicio. El que desobedecía esa norma, además de devolver al cholito y la cholita a sus padres, tenía que pagar la suma de 12 pesos.