INFANTES PELIGROSOS

En una surtida tienda, ubicada en la esquina de las calles Grau con 9 de Diciembre de Iquitos sin postales, un comerciante tenía la costumbre de solear sus piezas de pescado. Era una rutina esa manera de tratar a esa carne que venía de las aguas y en cierta ocasión salió a poner una pieza de paiche bajo el sol, sin sospechar que los amigos de lo ajeno harían su agosto. Pero no se trataba de una avezada banda armada de ganzúas y diestra en cuadradas esquineras, de forajidos expertos en puñaladas o de sicarios que querían comer gratis. El asaltante era un bebé de pecho, un niño que ya tenía malas costumbres y peores antecedentes.

El diario El Eco, en su edición del 20 de diciembre de 1926, se refirió de la siguiente manera al asunto policial: “El menor Jorge Julge es un chico que promete. Hoy mientras el propietario de la encomendería de las calles Grau y 9 de Diciembre, salía a poner al sol una pieza de paiche, el referido chico, que es toda una promesa para la cárcel, penetró en la tienducha y estaba largándose con un atado de chancaca y unos retazos de pescado, sin darse cuenta que una pareja de policías, que ven hasta en la oscuridad, lo estaban tasando, hasta que cayó y hoy siente en el calabozo  haber sido tan imbécil, al no saber hacer su ratería”.

El asunto del niño pillado no era un caso aislado, una anomalía en las partes policiales, en las crónicas rojas. La cosa era más complicada en ese mundo del hampa. En ese mismo año La Escuela Elemental de Niñas sufrió un asalto entre gallos y medianoche. El botín pertenecía al mundo de libros y cuadernos. Las pesquisas que se ejecutaron luego dieron como culpables del delito a niños y niñas que tenían su banda y no de música. Y que le entraban a pequeños delitos propios de su edad, esperando como es natural mejorar con el paso de los años.

La niñez puede ser fábula de fuentes cuando no está desvirtuada por feos asuntos, por influencias de malas artes, por picardía de malandrines. Y en ese tiempo los infantes no solo estudiaban para pasar de año, iba a pasear de la mano de sus padres o jugaban pelota en las calles, si no que andaban en malas juntas y peores jornadas delincuenciales. Así las cosas la ciudad sale mal parada. Iquitos nunca fue esa urbe apacible, serena, de gentes incapaces de zamparse lo ajeno, de matar moscas, como se suele afirmar cándidamente. Tenía sus zonas oscuras, sus defectos terribles, que contradicen la leyenda de paz perpetua, de eterna concordia, algo que no existe en ninguna parte de este mundo.

Pero siempre surge ese jamón cívico para referirse a una ciudad que gusta de adoptar nombres ajenos a su verdadero rostro. Eso de “ciudad ecológica”, por ejemplo, cae por su propio peso. Nada le sostiene ni en el aire. Pero no faltan paltos que lo repiten a cada rato como si no vieran los basurales permanentes, los atentados contra la salud humana como la vigencia, y hasta el incremento, del feroz ruido de todos los días. Y otras cosas que preferimos no mencionar por el momento.

La persistencia en mentirse, en no mirarse en su propio espejo, en no aceptar la cruda verdad, más bien parece distinguir a esta urbe oriental. A lo largo del tiempo abusó de ese recurso de evasión. Un solo ejemplo nos basta por hoy. En la época del caucho todo el mundo, por así decir, conocía que se venía la ruina. Con años de anticipación, desde que los ingleses levantaron sus propias plantaciones de esa especie, se sabía que el negocio no iba a durar. Pero nadie tomó las medidas pertinentes. Todos prefirieron engañarse con eso de que los ingleses no les podían ganar.