La camisa negra
Traía su mecedora junto a mí cuando veía que me acomodo para escuchar música. Esas mañanas de domingo, luego de que regresaba de presenciar el desfile en la plaza de armas, él sabía que si su hijo quedaba en casa, podía ser partícipe de otro desfile en el que las melodías, las voces y las letras de las canciones hacían emocionar su corazón, tal vez con la misma intensidad que lo hacían el paso marcial de los soldados, los compases de las bandas de guerra y los estandartes que portaban los batallones. Para mí, era uno de esos momentos irrepetibles en que podía auscultarlo para saber de sus emociones, sus pareceres y, sobre todo, de sus recuerdos que el reservaba celosamente en el hondón de su alma.
No había orden en nuestro desfile musical. Ésa era la diferencia con el desfile militar. Eso sí, invariablemente debían pasar por el estrado de la austera salita que sólo yo y mi padre ocupábamos, los boleros de todos los tiempos, especialmente aquellos del amor sufrido, la cárcel de zinzing, los cinco centavitos, la cabellera azabache, la casita azul, el vagabundo, nuestro triunfo, las flores sin retoño y las de azalea. “Quisiera ser la golondrina que al amanecer a tu ventana llega para ver a través del cristal” se escuchaba la voz del artista en los parlantes, mientras mi viejo parpadeaba sin desviar la mirada, siguiendo la letra quedamente, murmurando la canción entre sus dientes. “Y despertarte muy tiernamente si aún estás dormida a la alborada de una nueva vida llena de amor”: a estas alturas del bolero, mi viejo ya tenía mi acompañamiento a viva voz, desafinado, sí, pero efusivo y medio sensiblero, también.
Luego estaba el cholo Berrocal con la guitarra de Braulio Hito entonado en un paso rítmico mezcla de vals y de marcha, vivando al capitán Sollier y trazando el perfil de un soldado de capote remendado, mal comido y mal bebido, pero a quien no le importa nada porque la Patria es su maná, su alimento imperecedero, su rancho de por vida; y, vocalizando con sentimiento penoso aquella canción donde el intérprete pide que de mortaja le pongan su bandera peruana, declara dolientemente que la imagen de sus padres irá en su corazón, y, subraya con arrebato nostálgico que su esposa artística irá en sus brazos para cantar allá nuestra música peruana. Y vaya que mi viejo conocía que tan bien le hace a un hombre una esposa artística, pues caminó largos tramos de su biografía con una guitarra colgada de sus hombros.
Ya avanzando la hora, antes del almuerzo, desfilaban por nuestra plataforma los inmortales Nelson Pinedo y Carlitos Argentino con la Sonora Matancera: “anoche, anoche soñé contigo, soñé una cosa bonita, que cosa maravillosa, ay, cosita linda, mamá”. Y buenos amazónicos de todas las selvas como somos, no podían esquivarse los conjuntos tropicales de moda de todos los tiempos, entre ellos Juaneco y su Combo, Sonido 2000, Los Mirlos, Ranil, Los Wemblers. Alguien que trabajó en una emisora radial, hace años, me hizo el favor de trasladar el contenido de dinosáuricos long plays a medioevales casetes de audio, los mismos que guardo diligentemente y escucho en óptimas condiciones de audio en plena era digital, contemporizándoles con las redes sociales, el anuncio del project glass y del turismo espacial, hechos tecnológicos de los que se dice que no serán más que simples destellos de una sociedad del conocimiento en la que tenemos el privilegio de vivir.
Pero nuestra parada musical multigénero tenía necesariamente que engalanarse con el canto -inigualable en su género-, del cantante de los cantantes; tenía que atildarse con la voz de la voz, con la precisión fonética del rey de la puntualidad, Héctor Lavoe, señores y señoras, anunciando que pronto llegará el día de su suerte y pregonando su seguridad de que antes de su muerte, su suerte cambiará. Empero la voz de la voz terminó apagándose en la cama de un hospital en los primeros años de los noventa, su suerte nunca cambió, aunque su trascendencia artística se refleja en cada recordatorio de acordes cadenciosos y en la parafernalia de su figura trasladada a polos, muros, afiches y banderolas.
Una mañana amplié nuestra miscelánea matinal, nuestro repertorio dominguero, nuestro recital canturreante. Ingresé al equipo algunos cds de artistas de los que mi padre no andaba muy enterado. Vi que prestaba atención, era evidente que no había escuchado antes esas mezclas de tonadas y letrillas que abordaban sus tímpanos de anciano setentero. “Mala gente, te burlaste de mis sentimientos y ahora te lamentas” se escuchó y su sonrisa delató que era de su agrado aquello de que esa mala gente en el infierno enterita se va a quemar. “Tengo la camisa negra porque negra tengo el alma, yo por ti perdí la calma y casi pierdo hasta mi cama, coming coming baby te digo con disimulo que tengo la camisa negra y tus maletas en la calle”, vibraba en el equipo de sonido y para mi sorpresa me pidió que lo repitiera. Sabe Dios qué insondables recuerdos le traería esta canción, nunca me lo dijo, y desde entonces la incorporamos a nuestra revista musical de los domingos.
Después, cuando partió al oriente eterno, supe que la camisa negra silbará en mis oídos hasta que el trecho de este valle de vida termine en el río sin fin del tiempo. Los que están cerca de mi saben que no puedo escuchar con calma esta canción. Tal vez algún día pueda hacerlo, pero ahora cuando lo intento me siento un niño sollozando la ausencia de su padre. Mi ausencia de casa un día domingo por la mañana significaba para él que sólo iba a disfrutar del desfile militar, y que iba a quedarse sin desfile musical. Su ausencia física este tercer domingo de junio significará lo mismo para mí, por cuarto año consecutivo.
Miro su mecedora vacía. Voy por una bebida y no hay con quien brindar. Tomo distancia del equipo de sonido, se eclipsa sea mi noche o mi día, mi alma migra hacia el reino de la soledad y apuntando mis ojos hacia el cielo busco desesperado a quien abrazar.
Brillante exposición del recuerdo y la añoranza mi querido amigo Moisés. Nada mejor que traer a la memoria aquellos gratos momentos que nunca volverán. Y más aún con al lado de nuestro progenitor.
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