Hombre que elige su ruta…

Ha fallecido Armando Villanueva del Campo. Cuando se llegan a los 97 años con la lucidez que un político como él ha llegado, la muerte puede esperarse con sosiego, con serenidad, en paz, con la cerviz elevada y las banderas en alto. El mismo lo dijo: en mi entierro no quiero que nadie llore. Pese a esa orden que disciplinadamente tendríamos que acatar, su muerte nos consterna a todos los que le admiramos. Su muerte nos sacude el alma. Lo que la persecución, la clandestinidad, el encarcelamiento y el destierro por sus ideales no pudieron quitarnos en tantos años, nos quita ese misterio inevitable que es la muerte física. Una muerte que nos golpea el corazón, pues alguien casi mítico, ícono de ayer, de hoy y de siempre de nuestra causa, testimonio vital para una familia que a veces se desune, ya no acompañará nuestros pasos. Sabemos que nos faltará algo, que ya no tendremos esa referencia política en vivo, esa señal sintonizada en frecuencia popular que él significó para los peruanos.

No alcancé a ser su amigo en el facebook. Yo entré con cierto retraso a las redes sociales y por eso mi solicitud llegó tarde. Desde el año 2010 ya no cabían más solicitudes de amistad en su cuenta. Alguien corrió la voz de que “el compañero Armando está en el facebook” y entre nosotros se desató una estampida de solicitudes que terminaron por saturar absolutamente su cuenta. “Por el momento Armando Villanueva del Campo no recibe más solicitudes”, decía el mensaje. Estudioso, reflexivo, autodidacta, como era, en su libro “La Gran Persecución” publicado hace más de diez años, Armando sostiene que si le pedirían una recomendación a los jóvenes de este tiempo ésta sería la de cambiar los fusiles de la rebelión por las computadoras de la deliberación. El hombre que empuñó todas las armas y personalizó levantamientos para combatir a las dictaduras decía que hoy requerimos conocimiento, técnica, actitud democrática y limpia para dignificar la política y para construir el futuro tan bellamente plasmado en nuestro ideario y doctrina.

En 1980, yo era un jovencito con acné concentrado las 24 horas del día a ser propagandista de su candidatura presidencial. Confieso que de la brillante generación de líderes que quedaban vivos, después de la desaparición física de Haya de la Torre, de quien me sentía más cercano era de Armando Villanueva. Trabajé duro durante la campaña, hacía un programa en radio Atlántida todas las noches, salía diariamente a difundir por todos los rincones su próxima visita en un jeep con un altavoz incorporado en su techo conducido por el inolvidable compañero Andrés Urteaga Cavero recién llegado de la Unión Soviética, pegaba afiches y pintaba paredes en las madrugadas, y siempre era un entusiasta disponible para los mítines sectoriales o en provincias. Hice méritos para estar entre los que tenían derecho a subirse al estrado con Armando Villanueva. Y a mi derecho, la dirigencia regional le agregó algo más: me encargó el inmenso honor de presentarle ante el pueblo reunido multitudinariamente en la plaza 28 de Julio.

La enorme diferencia con la politiquería que ha inundado regiones, provincias y distritos es que yo no hacía de propagandista por un  pago monetario, una prebenda,  por la expectativa de ser regidor o congresista o por un puesto público, sino por una convicción enraizada en lo más profundo de mi ser, a la que le debo mi  perspectiva política; convicción que a pesar del tiempo transcurrido sigo empeñado en moldearla en el ejemplo de los líderes históricos del aprismo, entre ellos, Armando Villanueva. Rechazo enérgicamente, por ello, que por un par de majaderos que puedan aparecer por allí algunos pretendan simplonamente estigmatizar esa conducta política limpia que los miles de apristas heredamos de nuestros preceptores políticos. Ni corruptos en la función pública, ni mercaderes de la política que van al mejor postor, ni tránsfugas que cambian de camisetas, ni oportunistas que se suben al carro ganador, ni ignorantes que injurian porque no tienen argumentos, ni coimeros que se enriquecen robándole al pueblo, ni huachafos que se victimizan, ni hipócritas que dan la mano según su conveniencia. Somos radicalmente diferentes a esos comportamientos degradantes de la condición humana.

 

Yo quería que Armando Villanueva sea el presidente de la República en 1980. Tal vez, hoy, nuestra nación sería diferente si él hubiera sido elegido hace 33 años. En la propaganda que perfilaba la biografía de Armando y que repartíamos mano a mano, estaba impreso un verso del poeta Antonio Machado, una frase que refleja su lealtad con el aprismo, un aserto que marcó y marca mi destino y el de miles de mis compañeros: “hombre que elige su ruta, debe cumplir su camino”. Sí, elegimos nuestra ruta en los años mozos y, lo que hacemos hoy, como lo hizo él, es caminar esa ruta, -hostil, austera, espinada e incomprendida, las más de las veces- porque esa es la pauta instructiva que nos legaron los prohombres de la política peruana en la que Armando Villanueva destaca impecablemente.

 

Fue también un hombre de desprendimientos. En 1945 pudo ser diputado cuando el Partido Aprista constituyó listas en el Frente Democrático Nacional que llevó a la Presidencia de la República a José Luis Bustamante y Rivero, pero prefirió quedarse al lado de Haya de la Torre. En 1978 pudo ser constituyente, tampoco integró la lista, pesó más su responsabilidad como dirigente nacional. En 1985 pudo ser nuevamente candidato presidencial, optó por dar paso e impulsar la renovación generacional que en ese momento representaba la joven figura de Alan García. Pudo integrar la lista congresal en 2006, empero prefirió quedarse en su biblioteca. Sé que murió en la más pura austeridad. Sólo un personaje extraordinario y de espíritu superior -que fue presidente de la Cámara de Diputados, presidente del Senado, ministro de la Presidencia, ministro del Interior y presidente del Consejo de Ministros, que desempeñó los cargos más altos de la nación-, se pudo rehusar a que le tramitaran y le asignaran una pensión del Estado. Carlos Roca, su albacea testamentario, nos comentó que en los últimos meses Armando sobrevivía de la venta de unos objetos de valor histórico que había adquirido en su larga trayectoria.

 

Es que hombre que elige su ruta debe cumplir su camino. La ruta de cómo te  recordarán después que las decenas de ofrendas se hayan marchitado, que los discursos fúnebres hayan sido pronunciados, que los homenajes hayan finalizado; que los cañones, las  trompetas y los uniformes hayan rendido sus honores; después que la última porción de tierra haya besado tu tumba, ésa es la ruta de la trascendencia humana. Ésa fue la ruta de Armando. La ruta que Dios lo quiera sea también la nuestra, siempre.