EL MAGNATE EXTRAVIADO

Entonces, el magnate Henry Ford, en aras de la expansión de la floreciente industria automotriz, en franca búsqueda de nuevos mercados, consiguió conquistar el mundo de ese tiempo, abriendo locales de producción en 6 continentes. Ese varón de rudimentaria educación oficial, de desatado ingenio inventor, declarado antisemita y enemigo jurado de cualquier sindicato, ya era dueño universal de la venta de automóviles, gracias a su invento de fabricación en  cadena. Ansiaba seguir creciendo desde su planta inicial ubicada en el río Rouge, en Michigan. La vasta y brutal empresa Ford Motor Company volaba tanto, ambicionaba tanto, que no descartó arribar a la desconocida  ciudad de Iquitos. Era el 6 de noviembre de 1926 cuando estalló la formidable noticia.

El celebrado magnate venía a la provinciana  urbe, donde las calles eran deplorables, donde la carreta seguía rodando y donde mucho después iban a reinar los accidentes de tránsito con ayuda etílica. Pero don Henry Ford, pese a sus aficiones a sociedades secretas que se jactaban de dominar las artes de la adivinación,  nada sabía de eso y venía con todo. Es decir, no iba a abrir una sucursal de venta, una concesión para lucir sus inventos sobre ruedas. Iba a poner una fulminante fábrica con todas las de la ley.

En poco tiempo, gracias a los adelantos de la época, a la labor de los operarios, la ciudad de Iquitos se convertiría en un centro automotriz desde donde iban a salir, uno detrás de otro, las prestigiosas marcas que distinguían al magnate norteamericano: Lincoln, Packard, Sedán, Cadilac y el auto que llevaba ya el apellido del reputado inventor. Entre tanto fierro iba a reventar el ambiente el tractor de moda, el llamado Forsán, que también revolucionaria la arcaica agricultura local donde el rudimentario tacarpo servía para hacer hoyos. El progreso arribaba como un paquete envuelto en papel de regalo o un don que parecía caer del lejano cielo. La ciudad entera se entusiasmó con esa noticia que desbordó los diarios de entonces.

En El Eco, un desconocido y aguerrido cronista, un escriba ilusionado y enardecido ante el portento,  dejó constancia del furor de esos días y escribió que no era aventurado decir que Iquitos había encontrado el camino del porvenir. Gracias a Ford y sus innovaciones sobre ruedas. Nadie pareció reparar entonces que la fábrica de automóviles en la ciudad hubiera sido el destino natural de la explotación cauchera. Destino natural si es que los barones de la savia, esos desaforados imitadores y gastadores a manos llenas, hubiesen decidido abandonar el revenido patrón de la exportación bruta y brutal, esa tara eterna.

En el delirio esos sujetos desquiciados llegaron a importar fariña de Portugal. No se les ocurrió gastar en producir ese derivado de la abundosa yuca. Producir en casa, en la huerta, en el campo. No requerían para ello dotes de inventores, de pioneros. Pero nada. Ni siquiera eso. Ninguno de ellos, ni el controvertido Julio César Arana, imaginó algo distinto a adquirir cualquier cosa, a comprar como locos. El desperdicio de esa época, desperdicio irrecuperable, es el otro de los cargos que se puede hacer a esos barones de mentira.

La expansión hacia Iquitos del reputado magnate del automóvil fracasó por motivos desconocidos. El millonario Henry Ford acabó anclando en el Brasil, fundando una especie de villa conocida con el nombre de Forlandia. La ciudad que iba a cambiar radicalmente su destino con la fábrica de autos más el aplastante tractor sigue en lo mismo. En nada respecto a valor agregado, a transformación de recursos naturales.