La fiesta del rey
En medio de un zafarrancho de cortes de palmeras y sus regalos, de caras y cuerpos y almas sucias, de griterías danzas, acabó ayer el carnaval. Es decir, se terminó oficialmente la fiesta en homenaje a la divinidad de la burla, la ironía, el nunca bien ponderado Momo. Este soberano no es de estos lares. Pero ha dejado una profunda huella en la tierra del Dios del amor, al relajo. Porque la celebración no se acaba en febrero ni con el corte de la última humisha en el campo. Sigue de largo en la vida cotidiana. Continúa, exagerando un poco, todos los minutos, horas, semanas, meses del año.
Nos guste o no el carnaval, pertenecemos a una sociedad bastante burlesca. Desde que se fundó Iquitos las carnestolendas le pasaron la factura. ¿No es acaso carnavalesco que dos de sus principales autoridades, el misionero y el gobernador, se dediquen muy campantes al delito, al contrabando de aguardiente? ¿No es acaso digno de la furia de Ño carnavalón que el tren que iba a venir de costa todavía no llegue ni en pintura? ¿No es brutalmente carnavalero que tantas obras hayan demorado una eternidad en ejecutarse? ¿No es digno de bandos de burla y de cancilleres de la broma que Iquitos sea de urbe de ríos, quebradas, pozas, lluvias y tenga en pésimo servicio de agua potable?
En honor a ese rey que vino de lejos, en alabanza de la diversión que hace bien a la salud, podríamos seguir enumerando los hechos festivos del pasado y del presente. Pero nos faltaría espacio en este diario. Porque los carnavales han arraigado tanto en estos predios, que sería bastante difícil encontrar hechos, cosas y personajes que no tengan ningún rasgo, ni un solo, que pertenezca a la influencia del rey Momo. La fiesta de ese rey, por su vasta influencia, por su dominio, debería ser entonces la única celebración que tendríamos a lo largo del año.