Lamento por el barco perdido
El desgarrado lamento del alma perdida o ayaymama, que llora noche y día por la desaparición de unos seres en el bosque o las aguas, se impone en esta hora feroz de la navegación fluvial. En esta hora desdichada, en que se perdió una nave, en que se hizo humo un barco con toda su máquina y su tonelaje, no nos cabe otra cosa. Largo lloro nos queda en estas fiestas navideñas y vacilones de fin de año, porque es posible que nunca aparezca ni en un asalto fluvial la nave El Gran Buenos Aires que fue cedido en calidad de préstamo a la municipalidad de Urarinas. Préstamo no es ni obsequio ni regalo de por vida. Los que saben dicen que ese barco parecía propiedad del alcalde de esa plaza y fue entregado a un particular en alquiler, bajo cobranza de la bonita suma que ascendía mensualmente a más de mil verdes y jugosos dólares.
En el torbellino de algún temible río, en una atroz palizada de paso, en el lúgubre abrazo de una muyuna desatada, esa nave se perdió como se pierden los sueños más notables. O, acaso, fue desmantelada por oscuros piratas de las aguas y no es habida en ninguna parte. La nave desaparecida no es cualquier trasto de los viajes o batelón ensamblado en los astilleros de los marinos. Es propiedad del gran Sergio Fontanella, el que anda preso por sus malas costumbres. Le fue arrebatado ese don por el Estado y cedido por un tiempo al citado municipio para su uso en transporte de pasajeros del lugar. No para alquiler. Menos para que termine en el rubro de los desaparecidos. ¿Cómo pudo hacerse humo y nada un enorme barco? ¿Qué fuerza telúrica y magnética sacó de las aguas a esa nave?
En los ríos de estas selvas, donde tantas cosas se pierden de la noche a la mañana, el gran Buenos Aires no navega más. No hace ruta conocida ni busca los últimos puertos. El hecho, además de los permanentes lamentos y lloros del alma perdida, merece una severa investigación. ¿Qué majadería es esa de chumarse un barco completo, de zamparse una nave entera?