Los vasallos de la carne
El rey Juan I de inglaterra era un hombre muy activo y muy eficaz. En asuntos de catre. No tenía reparos ni rubores en embestir a cualquier fémina que pasara por su campo de ardores insaciables. No se detenía en sus ansias de darle a la yema del gusto así la dama tuviera dueño. Acusado de lujurioso, no dejó escapar ni a las esposas de los servidores y amigos. El colmo de sus ardores ocurrió hacia el año de 1200 de esta era. Sin respetar el cambio de aros y la noche de bodas, raptó a Isabel de Angulema, en el cumbre momento en que ella se casaba con un tal Hugo X Lisignan. El hecho pasaría ahora por una telenovela de lloronas escenas, de truculentos capítulos, pero la cosa fue abominable porque la pobre raptada tenía escasos doce años.
El ardoroso rey inglés, en estos predios calenturientos, sería un as, un campeón. Porque de cada tres adolescentes una ya es madre. Aunque parezca mentira, un buen porcentaje de loretanos o de amazónicos le admiraría, le envidiaría por sus desmanes eróticos. Nadie repararía que esa obsesión por la carne era un escape para ocultar sus ineptitudes como la de perder territorios y de carecer de destreza militar. Ese rey inepto, si viviera ahora por acanga, en tabernas y cervecerías, haría bromas de mal gusto sobre las mujeres de cualquier edad.
El quemante soberano inglés se sentiría como en su casa en un medio donde casi todo el mundo cree que es más hombre alguien que tiene varias mujeres y numerosos hijos en incontables vientres. Esa concepción bárbara y primitiva es la clave del embarazo prematuro en esta región. El sexo como machismo, como reivindicación de vanidades heridas, como recompensa de derrotas, hace su labor. Los niños y las niñas de estas espesuras crecen en el ambiente de la esposa y la espesa, del ex y la ex, del otro y la otra, del antojero y la antojera, de la diversión de jueves a domingo. ¿Cómo no van a querer imitar a sus mayores?