– Año 2011
La historia en las portadas
En la versión ilusionada de Jorge Luis Borges, la inmortalidad es posible porque no hay ninguna prueba en contra de ella. Todavía. Es justamente en esa estación del sueño humano que todos nosotros encontraríamos la mejor tierra o primera utopía amazónica. Entonces, solo entonces y para siempre, estaríamos lejos del disco rayado que parece ser nuestro destino contrariado. El tiempo es una ficción en estos lares. Los calendarios caen y se convierten en papeles del viento fugitivo, pero los años giran en círculo, se muerden la cola. No avanzan hacia la realización de nuestros mejores sueños colectivos.
La repetición y sus ecos denigrantes, a diferencia de lo que dice el vals, no es una ofensa entre nosotros. Es posible sostener que año tras año ocurre lo mismo, y a veces peor, con otros nombres, otros actores. El drama del subdesarrollo y de la exclusión sigue vigente. Nuestras sociedades fluviales se han petrificado en una suma de desaciertos, de incapacidades, de falta de iniciativa para resolver las viejas desgracias que nos agobian. Las injusticias de siempre están ahí, invictas, brutales. El triunfalismo de los unos y los otros, esa especie de candidez vencedora, de urgencia del primer lugar, no cambia nuestra difícil y compleja realidad que nos dice que generalmente podemos ser buenos en tantas cosas malas.
El ya obsoleto 2011, en su momento propicio a la ilusión, prometió tantas cosas entre los abrazos del fin del otro año, entre los buenos deseos y ante el espectáculo del incendio público de figuras estrafalarias donde parecía irse los malos días, los malos recuerdos, las malas suertes. Pero en enero estalló otro incendio. Era como 1865 cuando ocurrió el primer siniestro en la flamante y ardorosa Iquitos. El fuego de ese entonces no pudo ser apagado hasta ahora, cuando los pobres bomberos tuvieron que hacer una parrillada para comprar un vehículo. La última portada del 2011 de este diario fue una muestra del delito: los billetes falsos. La noticia policial nos recordó el delito de contrabando de aguardiente que hace siglos fue descubierto en esta isla, siendo los cabecillas el gobernador y el misionero.
Entre ambos hechos, dignos del disco rayado, de la repetición del papagayo, se fueron estos 365 días. Desde que existen testimonios escritos sobre la espesura la peste es una calamidad reiterada. La plaga del dengue atravesó, de punta a cabo, de orilla a perilla, el año que se fue. Otras pestes también recibieron atención en este medio: la peste rosa, por ejemplo, debido al alto índice de contaminados. Pero hubo una epidemia que no ocupó ninguna portada ni ninguna página. La peste que se viene con todo y su madre y sus generaciones: la epidemia de la obesidad. En el 2002 Naciones Unidas dejó eso del gordo bueno y divertido, del gordo simpático y entretenedor y declaró que la gordura es una enfermedad peligrosa. Más si el individuo goza de las gangas culinarias del poder.
Las portadas de este diario inciden en el delito no tanto para contentar la morbosidad de puñales y de sangre de un tipo de lector, ni siquiera para frecuentar el amarillaje, sino para recordarnos siempre que la delincuencia es corriente en tantos actos de nuestras vidas. En las portadas de este diario, en la labor cotidiana, en la inevitable angustia de la hora del cierre, ha quedado retratado el 2011. Como un mural de papel con signos legibles. Al curioso –y supuesto- lector del mañana le bastaría leer esas noticias y contemplar las fotografías para conocer algo de nuestras pobres vidas inmersas en cada delito. Pero el 2011 fue un año peor por muchas otras cosas. Además, de la crónica roja. La aguerrida colectividad amazónica fue incapaz de imitar el movimiento planetario de los indignados, donde podría estar el ciudadano del mañana, el sujeto que no admite los excesos de cualquier tipo de poder. Las iras y las penas, las cóleras y los llantos, las rabias y las tristezas, no encontraron su momento de estallar. Y las protestas se resignaron a solitarias emisiones, a quejas grupales sin ningún efecto.
En la agenda de los desastres verdes apareció la peor noticia que se pueda imaginar. El primer lugar, a nivel nacional, en embarazos prematuros y adolescentes. Loreto y las otras regiones selváticas en la punta de la tabla de lo peor. Nada, ni el puesto expectante en consumo de cerveza, ni el último lugar en comprensión de texto, ni el hecho de que Iquitos siga siendo considerado un paraíso en prostitución infantil, ni el incremento de los desaparecidos, ni la mayor audacia de los delincuentes, ni los desmanes del alcantarillado, ni la baja del equipo albo, puede igualarse a ese desastre. Porque entonces la vida misma, el milagro del engendramiento y de la descendencia, el abono de la otra generación, está seriamente afectada. La eternidad no tiene ninguna prueba en contra, pero hay que merecerlo.