ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Tarapoto es la ciudad de las palmeras. Y esa es una comprobación primera y primorosa que hace el visitante en cuanto siente que el corazón le late más fuerte y le abrasa el calor, al descender del avión. Luego de ese descenso, la vista panorámica puede darse camino a cualquiera de los pueblos que la rodean. Chicos y grandes. Desde Lamas hasta Tabalosos. Desde Cuñunbuqui hasta Moyobamba. Desde San José de Sisa hasta donde el destino nos lleve. Por cualquier lado, en San Martín, la naturaleza te atrapa y uno se siente entre dos orillas, siempre con vegetación, que son la compañía perfecta para salir de la ciudad, aunque sin salir de ella uno disfruta de la hospitalidad tarapotina.
¿Por qué me gusta Tarapoto?
Porque en las noches, sin que se vean sus riberas, hay una vida nocturna donde un grupo de rock te transporta a los años ochenta, con canciones en español y en inglés cadenciosos que rinden tributo a los más ilustres exponentes de ese género en ambos idiomas. Rock en vivo, pues, que te hace vivir con la música de fondo hasta el fondo de los recuerdos.
Porque los motocarristas, tan odiados y repudiados en otras ciudades, son incapaces de ingresar a la zona prohibida de los alrededores de la plaza de Armas, porque han comprendido que “orden es progreso” y que cuando las normas son coherentes lo mínimo es responder con coherencia. El pasajero, malacostumbrado a transgredir las normas, encuentra en esos motocarristas una barrera infranqueable. Y eso no es de ahora, llevan muchos años con esa práctica restrictiva pero libertaria. ¿Me entienden?
Porque en una esquina se alza pretensiosa un centro cultural que es una filantropía combinada entre los descendientes del escritor Pancho Izquierdo y un ingeniero cultural como José Carbajal que echa a andar un proyecto en donde, en medio de talleres, exposiciones, diálogos y discusiones, hay una cultura viva y viviente. Esa esquina, que a veces pasa desapercibida, se ilumina en las noches de actividades porque los jóvenes ya saben que en su interior hay una movida cultural.
Porque en medio de la inmensa oferta de platos amazónicos se distinguen lugares que han elevado a la condición de universal los ya de por sí exquisitos guisados y envueltos en hojas de bijao que la señora Elia García del restaurante La Patarashca se ha encargado de promocionar. Los comensales no sólo alimentan el cuerpo, sino también el alma antes, durante y después de saborear los platos. La cultura culinaria en su máxima expresión.
Porque en sus noches, uno se va al lugar más popular en busca de baile y encuentra ambientes donde el propietario del negocio ha pensado en el cliente. Así, acostumbrado uno a los servicios higiénicos malolientes y desagradables, tiene que sorprenderse porque antes de los baños para damas hay una zona especial con fragancia amazónica, por si fuera poco, donde se puede esperar a la pareja con total tranquilidad.
Porque en los mercados, unas más que otros, puede dialogar con las vendedoras que hacen gala de esa picardía sanmartinense, donde en medio del ponche, masato, cecina, rosquetes, chorizo y chicharrón el cliente no se siente timado. Con orden y limpieza, con las excepciones propias de los tiempos, puede comprar productos regionales para que formen parte del equipaje.
Porque en su plaza, linda plaza, se rinde culto a la cultura, al bosque, a la madera. En sus esquinas uno puede esconderse en medio de las palmeras o sentarse en una cómoda banca de madera y estar protegido, por si cayera, de la lluvia, también con un techo de madera. Como si eso ya no fuera suficiente, en cualquiera de sus esquinas uno puede conversar con el transeúnte de cosas tan efímeras como la vida misma.
Porque hay un mundo editorial impulsado por hombres y mujeres que comandan Miuler Vásquez y Connie Philipps que contagia de buenas vibras para seguir en el camino de las publicaciones. No son los únicos, evidentemente, pero son. Y con ellos la promoción de la lectura, la comercialización de los libros, la edición de títulos y la aparición de textos se hacen más divertidas y, además, nos juntan en el camino para que todos entendamos que la literatura amazónica más que criticones, necesarios al fin, lo que necesita es de impulsores y promotores que acompañen a los autores.
Porque, la penúltima vez que recorrí sus calles lo hice con Jorge Nájar, Fernando Torres y Mónica Marina, y en medio de ellos, reímos, cantamos, charlamos y (con)vivimos días inolvidables y, ojalá, repetibles.
Y ya cuando uno, a regañadientes, tiene que regresar, sin buscar un río, se encuentra con fotografías gigantes en el aeropuerto, donde los representantes del arte y la cultura tarapotina le dicen sonriendo, a través de gigantrografías espectaculares, que se tiene que volver. Se debe volver. Porque Tarapoto no puede ser visitada una vez, sino varias veces, decenas de veces, centenas de veces. Porque su gente, con su cantito al hablar o su hablar cantado, no sólo es un distintivo, sino que los hace distintos de manera simpática.