JORGE NÁJAR

Noviembre del 2024.

*He ahí el paradigma, me dije. Crear un discurso poético en el que se articulen diferentes estratos de vida gracias a códigos que se entrelacen y rivalicen entre ellos para terminar fusionados.

Conozco los caminos que van de la periferia al centro de los numerosos países que coexisten en el Perú. Los he recorrido en diferentes oportunidades a lo largo de una existencia en la que se trenzan la necesidad de sobrevivir, el amor, la política, la aventura y el placer. Esa experiencia, en sus versiones reales y metafóricas, me han permitido compartir los espacios frecuentados por poetas de diferentes horizontes. En Iquitos, en Huánuco, en Lima, en Cusco, en Arequipa.

Con el correr del tiempo, ahora resulta evidente que yo no fui el único embarcado en ese movimiento. Hay toda una historia. Un antes y un después. Tal vez por eso mismo puedo afirmar que mi generación es la que marca el apogeo de una apertura comenzada mucho antes por Manuel González Prada (1848-1918) y José María Eguren (1874-1942), entre otros.

Las primeras expresiones de esa expansión las conocí en los patio de la Universidad Federico Villarreal. Hablo del Movimiento Gleba surgido en 1965. No mucho tiempo después germinaría la revista Nueva Humanidad y casi en paralelo Hora Zero, todas en el mismo centro de estudios. Por otro lado, en San Marcos con anterioridad había emergido la revista Piélago y más adelante Estación Reunida.

Los puntos de convergencia de la poetería de entonces eran los bares y cafés del centro de Lima, el Parque Universitario, La Colmena, la Plaza San Martín, las cafeterías universitarias.

No es una casualidad si la poética de los primeros en abrirnos las puertas de la tres veces coronada villa eran precisamente la del rechazo a viejos modelos para confrontarnos con las innovaciones del mundo. Ahora, en el exilio, me reconozco como uno más de aquellos que se infiltraron por alguna de esas aperturas, para caminar por sus calles, playas, salas de baile, ferias, universidades y templos como si fueran míos.

Desde siempre me he considerado como un provinciano andariego. ¿Cómo explicarlo? Cuando yo nací, Pucallpa era apenas un puesto fronterizo del Estado en el territorio del pueblo shipibo. Mis padres, originarios de Moyobamba e Iquitos, llegaron por esas orillas atraídos por la aceleración de la historia: se estaba construyendo el primer punto de enlace entre la Amazonía y el resto del Perú. En esa colina a orillas del Ucayali crecí nutrido por las diversas tradiciones que convergían en la casa de mi abuela. También crecí frente a la Plaza 28 de Julio, en Iquitos, jugando con la locomotora de un sueño que no fue. En realidad, temprano en mi vida comenzaron los viajes por ciudades y aldeas amazónicas, por ciudades y campamentos mineros del mundo andino. Y mordido por la literatura, a inicios de los años sesenta anclé en Lima (Barrios Altos, Lince, Breña y Zárate). Por entonces era corriente afirmar que “San Marcos” y “La Católica” eran los viveros de la poesía peruana. Puede que sí en su gran mayoría. Yo no pertenecía a ninguno de esos filones. Era un provinciano andariego que ingresó a la recién creada Universidad Federico Villarreal.

Por esos años, además, los poetas si no eran “puros” vivían acantonados por una crítica literaria que los agrupaba en “sociales”. Eso, sin embargo, para mí nunca tuvo ninguna importancia. Numerosos éramos los que creíamos que la escritura -poesía, narrativa, teatro, ensayo, crónica, y otras formas- era el resultado de un adiestramiento y enraizamiento en tradiciones múltiples. Teníamos muy claro que todos nos nutríamos de los legados del pasado, conscientes sin embargo de que a la hora de la verdad siempre estábamos solos.

La creación nace de las cenizas de la herencia y de las apuestas personales. Reconocíamos en las poética de Eguren (el poema entendido como un sueño anclado en la consciencia) o en la de Vallejo (expresión la verdad no como fidelidad a los acontecimientos sino como testimonio de afectividad), las obras mayores de nuestra modernidad. Sin olvidarnos de los aportes de Oquendo de Amat, Moro y Westphalen. Pero en verdad, por encima, por debajo, en el meollo de nuestra tradición, estábamos a la búsqueda de nuestros propios signos de identidad.

A inicios de los años setenta se produjo la explosión poética que inscribió a mi generación tanto en el terreno de los acontecimientos literarios como sociales y políticos. Muy pronto algunos de nuestros antecesores comprendieron que esta insurrección, en sus formas y contenidos, constituían las premisas de lo que no tardaría en producirse en el país. Algunos poetas mayores reconocieron el impacto de la carga energética que veníamos a inyectar al proceso de renovación de la escritura. A otros les costó reponerse del remezón. Fueron esos también los años de enfebrecidas lecturas de poesía del mundo entero. Estábamos a la búsqueda de las herramientas, de los caminos, de la toma de consciencia para comprender de dónde, cada uno de estos artistas, tan diferentes los unos de los otros, extraían capacidades de penetración en lo absoluto.

En medio de esa situación se produjo una explosión: José María Arguedas que había conjugado en su obra enraizamiento y modernidad, al tiempo que nos enseñaba el imperio de la poesía por encima de todo, se suicidó. Algo mucho más fuerte que ese debate, había roído su alma. Su obra inacabada es el retrato de la tragedia peruana. El medio literario en general permaneció encharcado en el falso debate de las coincidencias y de las convergencias entre historia y geografía políticas con historia y geografías estéticas. Además, agravando los fundamentos de la experiencia política peruana que aspiraba a la renovación de nuestros fundamentos sociales fue traicionada por las mismas instituciones que la promovieron. Y se desató la versión chola del macartismo.

A fines de 1976 me alejé del país. Quedaban atrás dos poemarios en los que reconozco, idas, formas, creencias, fantasmas, que todavía me habitan. Además, mi propia experiencia me había permitido comprender que saber no era suficiente.

Había que confrontarse con desgarros mayores.

Se dice y se repite que cuando todo ha terminado, al final solo la obra cuenta, o no. Y todo se hunde en el vacío y la nada. Una obra, claro está, no solo es suma y consecuencia de lo vivido. La emoción, las intuiciones, la atmósfera de una época la trasladan hacia lo intemporal o hacia su hundimiento, incluso si la obra escrita ha ido mucho más allá de lo vivido. No hay nada en literatura y menos en poesía que sea solo ficción. Lo que nos conmueve en el Vallejo posterior a Los heraldos negros no son los dardos lanzados contra el mundo y contra sí mismo, sino su manera de observar el mundo y de acercarnos a la muerte, lentamente, con los ojos abiertos. Somos hijos del tiempo que nos nutre y nos modela en la medida de nuestra propia receptividad; y si se presenta la oportunidad y estamos habitados por las osadía necesaria, franqueamos sus linderos.

Pareciera que para las generaciones posteriores a Trilce el tratamiento del cuerpo como objeto poético se hubiese transformado en una hazaña imposible. Así se explica la situación de esclerosis de muchos, a excepción de la obra de Martín Adán. El nuevo despertar comienza con la obra de Jorge Eduardo Eielson y Blanca Varela. Se extiende hacia la obra de Luis Hernández. Y la gran explosión ocurre con la generación del setenta. Estamos ante poetas que al darse cuenta del peligro del encierro de la poesía en los terrenos ideológicos, aportaron sensibilidad y espíritu de apertura al mundo. Estos hombres y mujeres comprendieron que siendo el país un territorio de convergencias estéticas venidas del mundo entero, su meollo, su columna vertebral, lo innegable era el aporte andino, tanto oriental como occidental. A partir de esta evidencia, algunos de los que nos dieron a conocer los aportes de otros mundos, emprendieron un movimiento pendular y dieron el salto hacia lo que nosotros estábamos inaugurando.

Ha pasado casi medio siglo de exilio voluntario, tiempo que me ha permitido forjar y destruir quimeras. La voz venida del fondo de la Amazonía peruana, luego de algunos golpes de timón en la soledad, es consciente de las bifurcaciones. Este movimiento comenzó cuando la voz se sitúa en los confines del mundo para interrogarse sobre la ficción de persistir en un sueño dentro de un espacio geográfico determinado, único y exclusivo, propicio a la gloria de vivir.

Finibus térrea da cuenta de ese tajo que yo mismo me otorgué en el horizonte de los mares. Posteriormente, en Lienzo escrito se trataba de cantar las perplejidades y reflexiones de un descendiente de conversos extraviados en la Amazonía a lo largo de su deambular por Europa. Como la anécdota nunca es suficiente, vino a sumarse el tono de la reflexión evocadora para confrontar el aquí con el allá y así crear una situación de entre mundos. Esta ida me invadió durante la contemplación de El retablo de Issenheim, en el museo de Colmar. La enorme emoción que provocó en mí ese aparato transformable y, más precisamente, su componente monumental y dramático, La Crucifixión, sobre un fondo negro en el que se adivina el paisaje, la aldea, el río, me llevaron a pensar que esas eran las constantes de lo eterno. Habita en esa maquinaria, tanto poesía, como relato y reflexión entretejidos para así liberarse de la censura monosémica.

He ahí el paradigma, me dije. Crear un discurso poético en el que se articulen diferentes estratos de vida gracias a códigos que se entrelacen y rivalicen entre ellos para terminar fusionados.

Si bien no llegaremos nunca a tocar lo imposible, ese anhelo nos sirve de linterna. Con esa antorcha he seguido avanzando por la selva oscura que muchas veces hay que cruzar a lo largo de camino.