El santuario de piedra
En el país del gato por liebre, o sea este Perú de desconcertantes gentes y pelagatos, hasta las fiestas cruciales pueden ser cuestionadas. ¿De dónde salió esa payasada de considerar al señor Hirang Bigman como “descubridor científico” del poderoso Machu Picchu? En primer lugar, el supuesto descubridor no buscaba ciudades perdidas, piedras milenarias. Anhelaba zamparse un Dorado. En segundo lugar, el santuario andino era conocido por lo menos después de la crónica de Juan de Betanzos que se unió con una de las mujeres del constructor de ese portento, Pachacutec. En tercer lugar, el mismo Bigman menciona a un lugareño que dejó su nombre en la piedra sagrada y que con todo derecho podría figurar como “descubridor lego” de esa montaña de piedra perdida.
¿Qué absurdo nacional es eso de creer que los forasteros valen más que los oriundos, los originales, los habitantes del país interior? De todas maneras nos sumamos al júbilo blanco y rojo por la parranda al pie de la grandeza de ese portento. Y advertimos que los algo así como cien años que demoró la construcción del famoso picacho viejo revela una continuidad en el esfuerzo, una persistencia en el objetivo, una falta de mezquindad de los uno y los otros. Y eso nos falta ahora que festejamos hazañas ajenas, logros de otros. Está bien chupar, tragar, zapatear, por un centenario desconcertante, pero más importante sería imitar ese ejemplo de constancia vitalicia. En todos los rubros de la vida nacional.
Entre tantos homenajes a ese lugar de peregrinaje universal, destaca el vertiginoso, hondo y cósmico, canto de don Pablo Neruda. Esas alturas poéticas son, para nosotros, el mejor homenaje a esa majestuosidad. Porque la belleza del monumento de versos llega a rivalizar con la monumentalidad de las piedras andinas. Neruda también cantó al Amazonas sin suerte ni eficacia estética. El poeta no cantó al recinto circular de Kuélap, ni visitó el Gran Pajatén, ni conoció la Gran Saposoa. Lugares selváticos que bien merecen un festejo. Algún día.