ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Imágenes: Él, hermano mayor, seguro por insistencia paterna, jugaba al fútbol en un equipo llamado “Juventud Miraflores”. Claro, sus habilidades para ese deporte nunca pasaron de las futbolísticamente correctas y de hecho que su padre, quien desde que nació su primogénito se esmeraba y esforzaba para convertirlo en un jugador del mejor de los deportes, seguramente más temprano que tarde se dio cuenta que por ahí no iba la cosa. Ésa es la primera imagen que conservo en mi memoria: Él corriendo con el polo con rayas amarillas por las graderías del viejo Max y yo sirviendo de su cómplice para sortear las pesquisas amicales y no ser atrapado por alguna colegiala enamorascada.
Mi infancia no está llena de imágenes sobre él. Más bien sonidos. Porque en el círculo familiar se hablaba de su permanencia en Lima, de su operación apurada porque le habían aplicado de mala forma y manera unos inyectables que impidió su traslado de la plana menor a la mayor de una Guardia Republicana, ese cuerpo policial a donde un tío bondadoso siempre aconsejaba ingresar.
Fue en los últimos años de la década del 70 y los primeros del 80 del siglo pasado que su imagen aparecía tan pronto como desaparecía. Antes que partiera a Lima, cuando a la capital de iba, dicen, a buscar un mejor futuro, él aparecía en las canchas donde jugaba ese equipo que tanto me ha dado, “Los seis diablos”. Pero, hoy estoy más convencido que nunca, no iba por el deporte sino porque era un pretexto para poner en práctica lo que había heredado de los abuelos materno y paterno. Ya en Lima, se las ingenió para llevarme -previo permiso notarial- a conocer la capital. Y vaya que la conocí. Frecuenté por breves minutos los bares del Rímac, los recovecos de La Victoria, los muladares de Breña y en menos de una semana comprobé que Lima no era para mí. No había cumplido aún la década de nacido y él ya andaba cerca a la base dos. Yo quería comerme con los ojos todos los edificios de la capital y él ya se había comido varios sapos por la precariedad económica que le obligó a ingresar a una institución que no era su hábitat.
Hasta que decidió retornar a Iquitos, por los mismos motivos de su partida: un futuro mejor. Desde esa fecha nunca más se movió -con un intervalo de unos meses- de la capital loretana. Trabajó de todo y en todo. Desde empleado bancario hasta granjero emprendedor en la época más oscura del gobierno aprista. Desde distribuidor ad honorem del mejor diario de Iquitos hasta cebichero informal. Hasta que acoderó en una actividad para la que estaba preparado aún antes de meterse de policía, empleado o empresario: vendedor. Lo de él es las ventas. Tiene la labia, la actitud y la paciencia para ello. Hoy que -en medio del frío limeño- viene a mi mente su vida por esas cosas de la vida, he tratado de explicar esa vocación y -como si fuera una foto- he visto la caja de libros con los que regresó de Lima. Ahí está: “El mejor vendedor del mundo”, de Og Mandino, ese texto de autoayuda y emprendimiento.
Como una secuencia cinematográfica, en medio de la biografía de Kissinger o los dos tomos sobre “La Guerra del Pacífico” que cumplía un siglo en 1979, había algo de novelas. “Los perros hambrientos” de Ciro Alegría. Pellejo, Güeso, Wanka, personajes entrañables que ya más nunca olvidaré y que siendo perros maravillosos nunca pudieron motivar en mí tanto cariño por esa raza como para tener mascotas caninas. Y ésa es una de las coincidencias que tenemos: no nos gustan los perros. Peros sus ladridos, sí. Porque ahuyentan a los malos espíritus. A él le debo en parte mi apego a los libros, la lectura y, por consecuencia, la escritura.
He retornado por pocos días a Iquitos. La he encontrado como siempre. Su gente, como siempre, la hará distinta. ¿Y dónde está su gente?, me he preguntado. Está a tu alrededor, sonso, me respondí. Es verdad. En pocas horas he alternado con gente extrañable y entrañable. Demasiado para tan pocos días. Y en esa alternancia, disculpen lo esforzado y quizás disforzado del término, he pasado momentos felicísimos en familia. Ahí he visto, con un cubalibre en mano, y dicharachero -como siempre- al hermano mayor. Sentado, vigilando con sigilo a su prole, con ese caminar pausado. Mientras lo veía, pasando la vida, entre copa y copa me asaltó esta pregunta: ¿de quién era el primer libro que leí y cómo llegó a mi vida para que con ayuda de los genes sea mi motivo de vida y más? Pues de ese expolicía Juan Carlos Vásquez Valcárcel. Motivo suficiente para agradecerle en este mundo donde la pre y post pandemia no es que amenace con acabar con la especie, sino que en su recorrido mortuorio quizás no sólo nos quite la posibilidad de respirar sino la oportunidad de agradecer a los nuestros. Gracias a la vida, sí. Gracias a los que, sin proponérselo, han hecho que haya encontrado en la lectura una razón de vivir y esparcir algo de ternura.
“Guau…, guau, guauuúu… El ladrido monótono y largo, agudo hasta ser taladrante, triste como un lamento, azotaba el vellón albo de las ovejas conduciendo la manada. Ésta, marchando a trote corto, trisca que trisca el ichu duro, moteaba de blanco la rijosidad gris de la cordillera andina”. Así comienza ese texto imprescindible de Ciro Alegría, publicado por primera vez en 1939 y que cuarenta años después cambió mi vida gracias a que un hermano mayor trasladó el ejemplar a Iquitos. Ochentaidos años después, releyendo a Julio Ramón Ribeyro encontré esta frase. “No creo que para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única. La más grande aventura. El empapelado de un muro que vivimos en nuestra infancia, un árbol al atardecer, el vuelo de un pájaro…”.
Todos tenemos aventuras y desventuras. Hay que vivir para contarlas. Hay que escribirlas para perennizarlas o como simple ejercicio de la memoria. Este invierno capitalino ha encendido este fuego de la memoria y ha dibujado al hermano mayor, ya vestido de Policía, ya arreglado con la indumentaria de empleado bancario, ya chacarero haciendo las veces de chanchero, ya distribuidor de un periódico que sobrevivió a la crisis o, también, ya conversando sobre todo y nada. De eso se trata la vida. De todo y nada.