En la  patria de ríos, quebradas, lagunas, cochas y hasta lagos crecidos entre algunas calles cuando llueve, el agua potable es siempre una desgracia, un inconveniente de sed perpetua. Mucha agua corre bajo todos los puentes y alamedas, pero no sale de los grifos, de las duchas de cada día. La ciudad acuática, fluvial, flotante, lloviente, sufre de ese servicio como de una peste social y todavía no se recupera del primer fracaso de ese servicio cuando las tuberías enterradas no sirvieron para nada. Ese hierro bajo tierra todavía es una clave. La clave de ese fracaso cívico, colectivo. El servicio está quebrado desde hace muchas lunas.

La presencia de aluminio, poco o mucho, tema que ocupó nuestra portada de ayer, es solo una parte de ese desastroso magma del líquido elemento y elemental. Los humanos y humanas de estos bosques acuátiles también somos en gran parte de agua. Pero como si viviéramos en Marte o en un desierto sediento padecemos del servicio potable. La ciudad rodeada  de tantos ríos muere de sed y de contaminación. Y esos tubos enterrados,  que nadie se ha tomado el trabajo de sacar para venderlos aunque sea como chatarra,  siguen influyendo en el hoy de tanques particulares, camiones cisterna y envases domésticos para almacenar ese esquivo servicio.

Es posible que la nueva guerra mundial no se hará con palos y piedras, como suponía Albert Einstein. Es posible que esa nada improbable bronca sea a baldazos de agua caliente o fría. Porque en el mundo de hoy el agua escasea, falta. Es un recurso capaz de desatar cualquier artillería. Y mientras tanto, nosotros, que somos de agua, que venimos de los ríos, que vamos hacia los ríos de la muerte, seguiremos padeciendo de ese servicio que comenzó mal con los tubos desperdiciados. ¿Hasta dónde y hasta cuándo?