El cine es la vida

 Este texto corresponde a POP, el libro que escribió Paco Bardales. Está referido al cine y con la prosa sabrosa de Paco adquiere actualidad, a pesar que fue escrito hace más de una década.

Precuela. El primer cine de Iquitos se instaló a principios del siglo XX, en pleno furor cauchero. Se llamaba Alhambra y estaba ubicado en la plaza de Armas. Era un lugar de exquisita arquitectura, donde se reunían los personajes más encumbrados de la ciudad para ver películas que llegaban en rollos de diversos metrajes desde Europa.

El Alhambra tuvo diversas etapas. La última se remonta a mediados de los años cincuenta, cuando un voraz incendio lo destruyó por completo. Los testigos de aquella generación, mi padre entre ellos, recuerdan aquel día con mucha euforia. El más grande símbolo del entretenimiento caía abrumado por el fuego.

Siempre me he puesto a imaginar qué hubiese pasado si el Alhambra no se incendiaba y todavía estuviera entero, proyectando en la oscuridad.

Asocio la vida con el cine porque en el cine (y con el cine) he aprendido mucho. Mi educación sentimental está compuesta, más que por librerías y bailódromos, por aquellos espacios donde, a oscuras, podía soñar un poquito.

Mi recuerdo más antiguo de una película en una sala cine es ET, el alienígena amistoso. Emocionado, recuerdo haber llorado cuando la bicicleta surca los aires con la mancha y su nuevo amigo (tenía cinco años, no me juzguen).

Vi por primera vez La guerra de las galaxias en el cine Bolognesi. Mi vida cambió para siempre. Allí también vi Chucky (desde aquel entonces he tratado de buscar como poseso los overoles del famoso muñeco diabólico).

En el cine Iquitos vi Rambo y Comando, todo lo memorable y descartable de Stallone y Schwarzenegger. Allí también vi Karate Kid, cuando tenía 8 años y terminé mal. Daniel San/Ralph Macchio debía quedarse con Elisabeth Shue y pegarles a todos los Kobra Kai, de la mano del señor Miyagui. La patada de la grulla es uno de mis movimientos reflejo favoritos cuando estoy nervioso.

Allí, en el cine Iquitos, también vi Los Goonies, una de las-películas-de-mi-vida, y quedé prendado para siempre de la música de Cindy Lauper (nunca digas nunca y nunca te ibas a morir).

En el tropical cine Excelsior me encontré con las películas de Harry El Sucio que le gustaban tanto a mi padre. En el cine Atlántida habré visto alguna de las interminables Retroceder nunca, rendirse jamás. Desde entonces, lo confieso, no me cae mucho Van Damme.

Nunca fui al cine Belén porque solo daban películas hindúes y con el paso del tiempo también funciones dobles continuadas de porno (debo confesar que nunca he visto una porno…en un cine).

Habré visto muchas películas, por cierto, de todos los tipos y géneros, algunas de las cuales tengo un vaguísimo recuerdo. Sí tengo memoria, en cambio, de las últimas que vi antes de terminar el colegio, en el  Bolognesi: Un día de furia, con Michael Douglas, y En la línea de fuego con Clint Eastwood y John Malkovich.

Aquellas imágenes son, adicionalmente, el decorado visual de una etapa de mi vida, la primera quebrazón, parafraseando a Francis Scott Fitzgerald.

He visto películas gracias a TVS, el servicio de cable más antiguo del Perú y uno de los más antiguos de Sudamérica, creado por Stan Tyminski, empresario canadiense de origen polaco que después le disputó la presidencia de su país al famoso Lech Walesa. Nunca me he perdido las maratones de Función Estelar, en el  Canal 2. He sido consumidor adicto de comedias picarescas como Porky’s o La Venganza de los Nerds en  Betamax y, luego, a través del VHS, toda la saga de Volver al futuro. Procuro ver siempre una película diaria en la tele. Me encargo de buscar un soundtrack por Internet, legales y piratas.

A veces, a pesar de estar en lugares de difícil acceso cinematográfico, trato de conseguirme algunas películas que después las reproduzco en mi DVD Player. A veces las veo online, sin descargarlas.

Pero la experiencia misma de estar dentro de una sala de cine es incomparable.

Asisto por lo menos dos o tres veces por semana al cine, en cualquier lugar de este planeta. Prefiero perderme las maravillas del urbanismo o grandiosos monumentos, pero no me pierdo jamás un estreno. A veces, luego de soplarme una película inolvidable, en última función, cuando pasan los créditos, quedo con un nudo en la garganta, del cual no puedo recuperarme sino largo tiempo después. Camino solo, a través de frías y oscuras, muy cansado, pero al mismo tiempo melancólico, alucinado, vigilante. Llego a mi habitación y resulta difícil dormirme. Mi cabeza es un incendio de ideas y lucidez.

El cine ha sido mi vehículo de escape de la soledad, del miedo o de la gente. Me ha salvado de la rutina, me ha permitido vivir aventuras que no he podido o no me han dejado realizar.

A pesar de cafés, discotecas, pubs, librerías, fast food, besos furtivos, amores eternos que duraron solo semanas, estadios, conciertos, países ajenos y ciudades extrañas, inundado de etiquetas con nombres dispersos, solo en el cine, en la oscuridad del recinto, las butacas crujientes, el olor del pop corn, con mi viejo, con mis hermanos, con mi madre, con amigos, más de las veces solo, he estado más cerca de aquello que puede considerarse un verdadero hogar.

***

Trivia cinéfila.

Alguien me dice: “¿Has visto Fuego en el Amazonas?” Una de las primeras películas de Sandra Bullock, antes del fenómeno Speed y del extraordinario bluff de Miss Congeniality. Una de las primeras películas crossover de Lucho Llosa, antes de The Specialist y Anaconda. Una película perdida de presupuesto B filmada en Iquitos. Algo de onda tropical en cartón-piedra, harto cliché y balas de utilería al por mayor. Pocos la han visto. Pocos la recuerdan  Pero la ciudad está ahí. Retratada en 35 mm. Una historia de acción, buenos-contra-malos y discurso ecológico. Estrenada recién en 1993, solo en televisión.

Pero ese gran descubrimiento de la era Youtube empalidece ante el reino de Pantilandia  ¿Quién  no ha amado un poco ese Iquitos bullicioso, calenturiento, pintado con tonos rojizos y sudorosos, con telón de fondo del grupo Euforia, que muestra Pantaleón y las visitadoras (1999), adaptación fílmica de Pancho Lombardi de la desternillante novela de Vargas Llosa, empuñando por primera vez el estandarte  selvático como gancho marketero y sensual. Ahí, entre varias, la generosa figura de Angie Cepeda brilla con goce hedonista y bailable.

¿Alguien recuerda aquella imagen de Diarios de Motocicleta (2004) de Walter Salles, en la cual Ernesto Guevara/Gael García le increpa al doctor Federico Bressani/Gustavo Bueno por la calidad de su novela Latitudes de Silencio? En los diálogos, se habla de Pucallpa. Pero la escena, en realidad, fue hecha en el Mercado de Productores de la ciudad. Fue la única escena que recuerdo haber visto sobre Iquitos en esta mega producción extranjera, que tuvo como su base y estación final las instalaciones de Santa María de Ojeal, a orillas del río Amazonas.

¿Alguno recuerda el Iquitos pujante, explosivo, pobre, violento pero efervescente de un pequeño cortometraje de 15 minutos, de Gianfranco Annichini, titulado Radio Belén (1983). Muy poca gente lo ha visto y mucha de la leyenda que se ha creado en torno de ella tiene que ver con los furores exagerados que este producto, creado a mediados de los ochenta, tuvo entre críticos y cineastas. Una oda disfrazada de retrato de la radio rural de los extramuros de la ciudad. Pequeña joya que valdría la pena recuperar para las nuevas generaciones.

¿Radiografía sobre el barrio más pobre y efervescente de la Amazonía peruana? Definitivamente, Hijas de Belén, uno de los cortometrajes de En el mundo a cada rato (2004), recopilación fílmica sobre la situación laboral de los niños del mundo. Su director, Javier Corcuera, supo plasmar en 27 minutos las historias de tres generaciones de mujeres que habitan el lugar. La cinta rezuma cariño y pasión. Los parlantes de radio Belén como sonido ambiental permanente y un paseo en motocarro por las calles de Iquitos, al compás de una canción del grupo Calypso, deberían figurar en cualquier antología audiovisual sobre esta ciudad.

***

1.- ¿Una película filmada íntegramente con fondos y logística local? No se sabe de antecedentes de tal calaña, salvo Antonio Wong Rengifo, en la tercera década del siglo pasado. Las obras de Wong fueron coleccionadas en diversos cortos sobre hechos históricos, paisajes filmados en diferentes formatos. Posteriormente, Bajo el sol de Loreto (1936) se consideró un hito, porque fue la primera película de formato largo, filmada en polvorientas arterias, así como parajes naturales del río Napo, ambientada en la época del caucho y con recreación de detalles de su tiempo. Wong financió íntegramente los costos de su filme e hizo de libretista, camarógrafo, realizador, productor, montajista y difusor.

2.- El documental Los árboles tienen madre (2006) dirigido por el escritor y realizador colombiano Juan Carlos Galeano, narra en 71 minutos la búsqueda constante de la realidad, pero al mismo tiempo el fabuloso desencuentro del mito con la cotidianidad. Hay una escena particularmente notable. La cámara se mantiene estática. Frente a ella, aparecen dos personas: Una mujer, de edad adulta, estropeada por la angustia, mira al suelo. A su lado, un hombre mayor, en pantalones cortos, fuma un mapacho. Ambos están sentados, cada uno en una mecedora. El hombre es un chamán, que indaga dentro de lo intangible y el extramundo por la suerte del hijo de la mujer, extraviado y sin paradero fijo. Algunos creen que se lo ha llevado el chullachaqui. Otros creen que los yacurunas lo han captado para sus fines. El hombre dice que el chico está bien, en otra vida, junto a míticas criaturas. La madre no sabe qué decir. Inmediatamente, planos generosos del Pasaje Paquito, la feria ambulante de pócimas para el amor y productos afrodisiacos, un nuevo mundo se va descubriendo.

3.- Christian Bendayán no solo ha sabido captar parte del universo y la cosmovisión popular amazónica a través de sus cuadros, sino también ha incursionado en el mundo audiovisual, retratando personajes con una historia y una mirada, que representan la cara más intensa, berraca y sincera del arte y la personalidad iquiteña. Bendayán, cinéfilo irremediable, ha dirigido dos cortos que valen como cara y sello de su obra: Los tigres del pincel (2007), donde Lewis Sakiray, Piero y Lu.Cu.Ma, artistas de la calle, se muestran en todo su esplendor (escaras, tajos, dientes ausentes) y toman posición sobre la pintura (con colores que te golpean en el rostro); y Altar (2008), donde César, un chico que de día es estudiante de Bellas Artes y de noche una mariposa travesti que sale  a divertirse con sus amigas (la escena en El Refugio, donde las chicas bailan Blind de Hercules & Love Affair es simplemente impagable), pero, muy en el fondo, busca volver a recibir el cariño y afecto de su madre. Gente jugando vóley en la esquina de sus barrios, bares fosforescentes, mujeres exóticas y hombres irredentos, música tropical.

4.- Los cortometrajes de La Restinga siempre me han generado sensaciones encontradas. Sin duda, sus editores son de lo mejor que existe en la ciudad. Fueron ellos quienes tuvieron participación en el primer –imperfecto– corto que produje, allá el 2005, con el apoyo de los chicos del taller de periodismo escolar que contribuí a fundar, titulado Cardenal: historia de amor en el cosmos. Allí recuerdo un largo plano secuencia que pasaba del Boulevard, en la noche, a un travelling alrededor del cuartel Vargas Guerra, mientras Luz Casal cantaba Un año de amor. Nuevos productos se han estrenado, siempre bajo la atenta mirada de Leo Ramírez y Fabricio Linares, además del concurso de entusiastas y talentosos jóvenes como Keylita Silvano y Luis Chumbe. Prueba de ellos son los Chikometrajes y una miniserie de once capítulos, dirigida por los jóvenes, que logró la ansiada conquista de la televisión local, llamada Colegio Nacional.

5.- Películas de la reciente generación. Elefante Blanco, de Pablo Trapero, protagonizada por Ricardo Darín. Un minuto aprovechado en la ciudad. Un gran minuto.

***

A mediados de los años sesenta, Armando Robles Godoy, embarcado siempre en la idea obsesiva de filmar en la Amazonía, moldeando la selva y su arrollador misterio, llega a Iquitos, con el fin de armar una cinta de tono íntimo, personal y desgarrado.

En 1966 inicia el rodaje de aquel proyecto, llamado En la selva no hay estrellas, la travesía de un ambicioso hombre que roba el oro recolectado por una tribu amazónica, pero cuya huida será el comienzo del reconocimiento de su propia vida y una lucha por su supervivencia en medio de la tupida floresta.

La película usa el escenario como parte de la aventura. El protagonista, envuelto en un conflicto, asediado inmisericordemente, huye a la selva amazónica, pero la huida no constituye el encuentro con la redención, sino, al contrario, la revelación de un mundo que lo devorará inexorablemente.

En la Selva no hay estrellas nace a partir de un relato escrito por el mismo Robles. Fue estrenada en 1967 y rápidamente generó divisiones. Es cierto que recibió elogios de la crítica especializada en el exterior, pero también hubo críticas dentro del Perú, algunas bastante duras. Las más fuertes señalan que era “ininteligible”, quizás porque no entendían su estructura, sofisticada para la época, contada además con pasión y poderosa imaginería visual.

Sin embargo, Robles Godoy no hizo caso de estos ataques. Un nuevo proyecto, titulado La muralla verde, de 1969, describe la selva como un espacio de colonización. El colono es urbano, un hombre que deja todo para buscar el paraíso material en medio de la selva. Las metáforas se intensifican aún más en este film. Robles se permite algunas amargas reflexiones sobre la burocracia y la idiosincrasia nacional. La narración fragmentada, en medio de un exotismo intenso y lleno de furia, le brinda a dichas metáforas poder telúrico. Sin duda, La muralla verde es una de las mejores películas peruanas de todos los tiempos.

En el año 2007, y luego de cuatro décadas, se pudo exhibir una copia restaurada de En la Selva no hay estrellas, a partir de un original de 35 mm, ubicado  en Rusia.

Robles Godoy presentó una visión particular del cine, pero también de la selva, no solamente como espacio exótico y paradisíaco, también aquejado por tristezas y dramas particulares: el final del camino de los hombres, aunque también como tierra promisoria, más allá de la incertidumbre.

***

Es un día totalmente soleado. En la avioneta, además del piloto y el protagonista, se encuentran un asistente de edición, un encargado de producción y el director de cámara. Sobrevuelan la ciudad, buscando los puntos más espectaculares.

Encaramado en su posición, de perfil, Nico, el protagonista dirige su mirada hacia el horizonte. Le brillan los ojos. Aunque no puede tocar los cristales con sus dos manos (carece de ambas), se encarama sobre el asiento y trata de usar lo que le queda de sus piernas. Mira el barrio de Belén, en una toma panorámica, desde el aire, todo chiquitito y pacífico. El equipo se congratula internamente al ver en el monitor la extraña belleza captada.

Nico es conocido como “El Cortadito” (apelativo que no tiene nada de irrespetuoso, sobre todo si es que el protagonista lo usa como signo de distinción). Su pronunciada discapacidad –fruto de esas azarosas infamias del destino que nadie quisiera enfrentar– no le ha impedido agenciarse de unos buenos soles fungiendo de animador frenético de informales espectáculos al aire libre, en los cuales demuestra su talento innato para el baile.

Nico es uno de los protagonistas de Amazónico Soy, documental de José María Chema Salcedo, periodista de larga trayectoria a nivel nacional, y producido por Jaime Vásquez. Chema ha seguido minuciosamente la trayectoria de muchos artistas loretanos y los pone en escena.

Entre los numerosos personajes que testimonian sus experiencias, destacan artistas plásticos como Christian Bendayán, Gino Ceccarelli, Rember Yahuarcani o Francisco Grippa. Pero, también se recopila el relato de la popular cantante Ofelia Chávez, de Huerequeque (legendario actor de Fitzcarraldo); las peripecias del grupo musical Explosión, los exponentes del torneo de fulbito gay, la mística del chamán Luis Culquitón (quien descifra algunos de los recónditos secretos de la ayahuasca), entre muchos otros.

Chema, entusiasta, en un alto de las filmaciones, mientras se toma un refresco con amigos, habla sobre la música que se usará en el documental. Alrededor de él, la gente al mirarlo, lo reconoce, lo saluda, le muestra cariño. “Usted es más gringo de lo que parece en la televisión”, le indica un transeúnte. Alguien recuerda a Raúl Vásquez, el monstruo de la canción loretana.

Fuego te produce, la ciudad, captada desde el aire, las casas con calaminas oxidadas, el Amazonas al lado, la Iglesia Matriz serena, el sol del mediodía. Fuego te produce mirar la procesión del Niño Jesús de la Caja y la música operática que precede a la noche repleta de lucecitas. Fuego te produce mirar a todos los personajes a quienes la sociedad, de uno u otro modo, deja de lado, triunfando en un canto coral.

El cine como la vida misma, ni más ni menos.