El eterno soltero que vivía en Roma, o sea el Papa, -la frase es del malogrado poeta Luis Hernández Camarero-, esgrimió el dedo acusador y autoritario ante el poeta Ernesto Cardenal. En un momento pareció que Juan Pablo II iba a estrangular al vate nicaragüense. Afortunadamente, la sangre no llegó al río. Pero la imagen enconada del que no iba a casarse nunca queda como una explicación exacta del líder favorito de la derecha católica. Porque su largo mandato, tan parecido a una longeva satrapía política, estuvo arbitrariamente ligado a acabar con el rostro progresista del cristianismo universal. La Teología de la Liberación, por ejemplo, era una bestia fiera que había que combatir sin descanso.
El eterno soltero que habitaba la Santa Sede ahora será beatificado, convertido en santo. La derecha no descansa en su afán de extender a sus luminarias hasta más allá de la muerte. No nos parece mal porque creemos que cualquiera puede alabarse si es que no tiene abuela que lo haga. Pero hay algo que la reaccionaria jerarquía católica no debería olvidar. Su propia crisis. El boato de la beatificación del llamado Papa peregrino, el desfile de tantos purpurados tras los resplandores de las cámaras, los gastos que demanda esa declaración de santidad, no harán más que seguir alejando a los fieles de las iglesias oficiales. Y seguir inventando precarias sinagogas o lugares periféricos de culto.
El otro soltero eterno que ahora vive en Roma, Benedicto XVI, verdadero artífice de la beatificación de Juan Pablo II, debería hacerse cargo de esa disminución de la grey creyente. Su santo puede quedar de espaldas a la fe del montón oscuro y formidable que, por supuesto, tiene su propia teología y sus propios santos. San Antonio, por ejemplo, reina y gobierna en las orillas amazónicas. No ha sido beatificado, ni brilla en los noticieros pero sirve a las gentes durante las tribulaciones.