«Por la señal de la santa cruz, de nuestros pecadores líbranos Señor». Mientras ella tocaba el agua con sus dedos de la mano izquierda, con el pulgar y otro más de la derecha se persignaba. Yo hacía lo mismo, mecánicamente. Ese rito se repetía todos los días, antes de cada baño. Algunas veces ella libraba una batalla verbal y física para convencerme que el aseo era diario. Todos los días. «O quieres que te llamen sarramplín», me metía miedo. Y lograba su propósito con este último recurso: si no te bañas no hay más pan en el desayuno. Así fue como transcurrieron mis primeros años de la mano de mamá Julia Judith.
Su técnica para mantener a sus siete hijos bien aseados y, con mayor dificultad, bien comidos, la hacía un poco sobrenatural. Apelaba a Dios y, con menor frecuencia, al diablo. Sólo así podría lograr sus propósitos. Con esos recursos bíblicos y terrenales se las ingenió para que los tres hombres y cuatro mujeres que engendró con Carlos Toribio, se educaran y alimentaran con omisiones pero nunca con perdiciones. Ya sea en la chacra -zona rural le llaman ahora- o en la pequeña urbe -eso era Iquitos en los años 70 del siglo pasado- las precariedades económicas que la prolongada ausencia paterna imponía nunca le impidieron llevar un bocado de alimento a sus hijos. Por esos años, los que nos sentábamos a la mesa no sabíamos cómo hacía para que el arroz y frejol con algo de inguiri y poco de carne o pescado sea repartido entre los ávidos comensales. Hoy, sentado junto a ella para que me cuente sus hazañas de las ocho décadas que ha vivido, me puedo enterar que nunca perdió la fe en Dios y que el Creador tenía en la tierra varios personajes que acudían a su llamado. Una de ellas, la pontificada tía Carmen, otra la tía Lilia, que daban lo que no tenían para que esos Vásquez Valcárcel coman algo y se vistan decentemente. «Está bien que la camisa sea viejita pero nunca debe ponerse sucia», es una frase que repetía a mis hermanas y a los hombres también, cuando por el snobismo callejero nos quejábamos de la falta de renovación en la percha. Carmen, hermana de su padre, era una enfermera que es lo más parecido a un personaje bíblico. Toda bondad, amabilidad, decencia, sabiduría y premonición. Lilia, maestra aun cuando ya está jubilada hace varios años, ha sido su confidente y referente. Bondadosa y siempre presta a acudir al llamado hasta cuando no es llamada. Además de Carlos Toribio, que minimizaba sus ausencias con avalanchas gastronómicas y objetos que trasladaba de la chacra, esas tías le han ayudado a la manutención de la prole.
Esos años han sido difíciles para ella. Ahora que los recuerda, no puede evitar que sus ojos se humedezcan. No por el dolor que significaron sino por la enseñanza que le brindaron. Cuando yo recién empezaba la educación Primaria, sus hijas mayores ya estaban unas por concluir la Secundaria y otras comenzando la adolescencia y juventud. Una época difícil de la vida, en la que ella se multiplicaba para que la escasez económica no inunde el hogar de dejadez formativa. Hasta ahora ella cree que por esos años una fuerza sobrenatural siempre acudía en los momentos más difíciles. Por eso nunca dejó las oraciones y su asistencia a misa supera la propia crisis de la nada «santa» iglesia católica.
Los cinco primeros hijos fueron educados en colegios públicos. Sólo los dos últimos pudieron hacerlo en privados, ya que la llegada de ese periodo escolar coincidió con la mejora económica que propiciaron las mujeres que desde siempre llevaron la delantera en todo, absolutamente en todo. No hay explicación terrenal coherente para entender cómo una mujer criada en el machismo más sumiso de parte de su propio padre y, luego, de su marido, haya provocado en sus hijas una independencia que el matriarcado mundial bien podría tener como ejemplo. En esa adversidad, sus hijas, la acompañaron en los momentos más críticos.
He decidido escribir un poco de su historia, en por lo menos dos partes, porque está próxima a cumplir 80 años y he caído en la cuenta que nunca la dediqué las letras que se merece y que me manda el corazón. Siempre me ha provocado contar su historia, compartir su llanto, contagiarme de su carcajada, heredar su desprendimiento, continuar con su sentido de la responsabilidad, emular todo lo bueno que ha hecho en su vida. Por varios motivos se fue postergando. Hasta que el otro día, sentada en su mecedora, me ha confiado buena parte de su vida que desconocía y que ha provocado que me sienta más orgulloso de ella y de todo lo que ha hecho por nosotros y por sus semejantes.