Una de mis estancias más largas de mi errabunda vida ha sido en el Olmo, casi veinte años. Han sido largos años desde mi venida de la floresta. No me he separado de él. Aquí ha sido el lugar donde he pasado más tiempo, leía que este barrio antiguamente vivían los que hacían los atrezos de las obras teatrales. Hoy hay muchas tiendas de trajes de flamenco. Pero por situaciones adversas a nuestro control tenemos que movernos del Olmo, de la almendra de Madrid. No es un sitio común lo que voy a decir, pero casi todo lo hacía caminando, tanto que prescindía del transporte público. Muy cerca de los museos, de las librerías, de los muchos rincones que tiene Madrid. A tiro de piedra del cogollo del barrio de Lavapiés, es un hervidero de muchas trashumancias, de gran riqueza cultural que no sido ni es suficientemente valorada. En esta estancia he podido escribir crónicas periodísticas, ensayos, novelas y hasta una tesis doctoral. Aquí me dije que me exiliaba para escribir, para pensar y el Olmo me acogió con su calor y candor. Para mí ha sido una suerte de ombligo del mundo – todos mis caminos me llevaban al Olmo. Recuerdo que cuando bajé del avión lo que más pesaba del equipaje han sido los libros y cuadros de algunos pintores de la floresta que se acomodaron sin rechistar en el piso. Traía libros luego de expurgarlos en Isla Grande y otros libros de aquí se han incorporado también a la biblioteca. Cuando comento de la mudanza inminente que se me viene me dicen, mejor, seguro que en tu nuevo domicilio habrá más espacio para los libros. Me pongo serio, no es por los libros. Es por lo que significaba y significa el Olmo. Aquí era mi isla, vivía mi propia burbuja del exilio con risas, calmas e iras. Hacía que mi estancia en esta tierra extraña sea más llevadera. Estaba muy cerca de los restos donde dicen que está enterrado Miguel de Cervantes, de la casa de Lope de Vega, del sepulcro de Bécquer, del barrio de las Letras que de alguna manera u otra te inspira escribir. La mudanza espolea otra vez el espíritu trashumante.