Al día siguiente de nuestro arribo anunciaban buen tiempo por la tele. Era un tiempo primaveral en pleno febrero, cosas del cambio climático. Leí casi de un solo porrazo el ensayo de Marta Sanz- es un ensayo punzante sobre la situación de la mujer con sus dudas y preguntas, y digiriendo esa lectura salí a recorrer esa parte de Paris. Contra todos los pronósticos hice un plan previo para visitar la Torre Eiffel. Soy de aquellos que se dejan llevar pero esta vez quería tener ciertas cosas controladas y por eso tenía que trazar la ruta en el mapa. Tendría que casi dar una enorme vuelta por el Arco del Triunfo y tomar la Avenue Marceau para llegar a la Torre Eiffel, ese era el plan. Así me perdí por las calles de París donde perderse es un gusto, se conoce más de esta ciudad. Calles anchas y los coches, muy pocos, no hacen sonar su claxon – no te fíes me dijo Jorge Nájar, esa norma tiene excepciones. Recuerdo que a un escritor peruano los taxis le dejaron casi sordo cuando visitó Trujillo, su ciudad natal. Los conductores de los puñeteros taxis en la ciudad de la eterna primavera para todo tocaban la bocina. Iba observando casi todo como un flaneur por las calles parisinas. Los grupos de turistas de un lado para otro y de todas las nacionalidades. Era un babel de lenguas casi todo el camino. Disparaba como Django con la cámara fotográfica, los árboles en invierno lucen desnudos y sus ramas sarmentosas apuntando al cielo son mi objetivo. Es muy interesante ver que en algunas casas donde habitaron personajes notables es resaltado con una placa en la pared de la casa – es muy interesante para fijar la memoria locativa y colectiva en una urbe. Llegué sin perderme a la famosa torre que estaba atestada de turistas lanzando selfis sin pudor y buscando cualquier objetivo. Con tanto selfis los paseos han perdido encanto. Ver tanto turista en jubileo me intimidó. Por supuesto que no subí a la torre, cada día en mí la sensación de vértigo es mayor. Soy un animal terrestre, no de las alturas. La rodeé, me senté en una de las bancas, la admiré y visité la parte de Trocadero. Me volví a sentar en una improvisada banca por un rato para estudiar el mapa y media vuelta para el hotel. Pasé parte de la mañana y de la tarde en ese paseo. El marcador de pasos del móvil decía que había pasado los diez mil pasos con creces. Entré a un supermercado, me compré quinua con aguacate y ensalada de verduras y era un fauno feliz.
P.D. Una observación: cuando uno pide, en los restaurantes, agua en París no te traen agua embotellada sino agua del grifo en una jarra. Hace años esto mismo lo viví en Burdeos ¿se imaginan que eso pudiera ocurrir en Isla Grande? Nadie te aseguraría que salgas sano luego de beberla en la capital de la biodiversidad.