El abuso sexual de menores se asume como parte de una sombría normalidad en Mazán, un distrito del Amazonas peruano donde una de cada tres mujeres tuvo un hijo durante la adolescencia por una violación, pero no la denunció. Ojo‑publico.com estuvo en la zona y comprobó que las víctimas están desprotegidas incluso frente a las autoridades, que figuran entre los agresores.
El doctor Alexander Balbín acomoda en la camilla de su consultorio una pila de fólderes de cartón que hace minutos cayó de un viejo estante en el archivo del centro de salud de Mazán. Los documentos que ordena con prisa no son las historias clínicas de sus pacientes, sino un registro de evaluaciones médicas de decenas de niñas violadas que examinó a pedido de la policía en este pueblo del Amazonas peruano, al que solo se llega en lancha desde Iquitos, la capital de la región Loreto, en el noroeste del país. “El mes pasado recibí a tres menores de doce años. Dos presentaban signos de coito reciente y una estaba embarazada, pero sus padres eran los menos interesados en denunciar lo sucedido”, dice el médico recién graduado que cumple funciones aquí desde hace un año como parte de su servicio comunitario.
Afuera, dos muchachas duermen en una de las bancas de la sala de espera vencidas por el sol que calienta las tejas y el techo de cemento del local hasta convertirlo en un horno. Es una mañana de sábado y el principal pasadizo de ingreso al servicio de salud está bloqueado por una fila de chicas de rostros adolescentes que han traído a sus bebés para los controles de vacunas. La mayoría fue madre antes de cumplir los 18 años y proviene de distintos caseríos de Mazán, donde viven 13 mil personas dedicadas al comercio y la tala de madera, como varios de los distritos rurales de Loreto.
¡Del Águila! – grita una enfermera. Levanta la mano una joven menuda, de dieciséis años, rasgos indígenas, que camina junto a un niño pequeño descalzo. Viene de un poblado rural donde ninguna receta casera pudo detener el sarpullido que apareció en la piel de su hijo. Ambos entran al consultorio del doctor Balbín.
La escena es cotidiana: Mazán es el pueblo amazónico donde las mujeres inician su vida sexual más temprano y quedan embarazadas a menor edad: tres de cada cuatro empezó su vida sexual a los 16 años y una de cada tres tuvo un hijo durante la adolescencia, según la Encuesta Nacional de Hogares 2015 del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI).
El Ministerio de Salud señala que el problema está relacionado, fundamentalmente, a la precocidad sexual en la Amazonía y al desconocimiento de métodos anticonceptivos, pero esta es una mirada incompleta de la realidad. Los informes oficiales del ministerio revisados no mencionan un aspecto determinante para estas cifras: el abuso sexual. Una investigación del 2013 liderada por el antropólogo Jaris Mujica, del Laboratorio de Criminología de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), demostró que la alta tasa de embarazo de menores de edad en Mazán se debe a las violaciones sexuales. “El problema está en que este delito no se denuncia”, dice Mujica. Se ha convertido en parte de una sombría normalidad donde el Estado está ausente y no parece importarle.
Una de las pruebas que aportó el estudio de Mujica “Estimación del impacto y la prevalencia de la violencia sexual contra mujeres adolescentes en un distrito de la Amazonía peruana” fueron los resultados de las entrevistas en profundidad a 156 mujeres de Mazán de 18 a 29 años: 86 contaron que tuvieron un hijo entre los 14 y 17 años producto de una violación, pero no acudieron al sistema de justicia para denunciarlo. Es decir, el 56% de chicas fue madre a la fuerza. El aborto no fue una opción para las víctimas porque- pese a que la ley permite este procedimiento cuando está en riesgo la vida de la madre- ningún centro de salud peruano lo facilita a una paciente.
Durante los años 2011 y 2012, Mujica y su equipo, integrado por Nicolás Zevallos y Sofía Vizcarra, desarrollaron esta investigación enfocada en mujeres que hubieran sufrido abuso sexual durante su niñez y adolescencia en la selva peruana. Así llegaron a los caseríos de Mazán con un grupo de asistentes que los ayudaron a entrevistar a las jóvenes que aceptaron contar sus historias. La mayoría permitió el acceso a sus hogares y algunas fueron abordadas en espacios públicos, donde se sentían más cómodas para hablar de sus problemas, como las canchas de vóley de la comunidad.
El 56% de chicas de este distrito fue madre a la fuerza durante su adolescencia.
Los resultados se difundieron en el 2013 y algunos medios de comunicación los usaron para describir a Mazán como un paraíso para los abusadores sexuales. Sin embargo, los ministerios de Salud, Justicia, Mujer e Interior -con responsabilidades frente al problema- no se pronunciaron. Cuatro años después, en setiembre de 2017, un equipo de Ojo‑publico.com estuvo en Mazán y recogió testimonios de menores víctimas de recientes casos de violaciones sexuales, respuestas de la policía, informes médicos y reportes de la Defensoría Municipal del Niño y Adolescente (Demuna) que confirman que nada ha cambiado en favor de las niñas de este distrito.
Mazán no es un caso aislado, sino un reflejo de varias deficiencias del Estado frente a este delito en el país. “De un promedio de 4.000 denuncias anuales por violación sexual de menores en el Perú, solo 800 terminan con los agresores en prisión”, según el Plan Nacional de Acción a Favor de la Infancia y la Adolescencia 2012-2021, elaborado por una comisión multisectorial integrada por once ministerios, la Fiscalía, el Poder Judicial y otras entidades públicas.
Mazán no es un caso aislado, sino un reflejo de varias deficiencias del Estado frente a este delito en el país.
En este mismo documento aparece una de las razones: apenas el 15% de los operadores de justicia con responsabilidad para atender los casos de abuso sexual está preparado para seguir los protocolos de atención de las víctimas y las investigaciones contra los acusados. En Mazán, la Demuna está encargada a una profesora de manualidades, solo hay una psicóloga que se turna dos colegios y la comisaría no se considera un lugar confiable para las afectadas, ya que hay policías implicados en una denuncia por violación a una adolescente.
Este panorama explica por qué pocas víctimas se atreven a denunciar a sus abusadores. En la región Loreto, donde está Mazán, los casos de violación sexual de menores reportados representan apenas el 1% de las denuncias en todo el país. Es decir, las cifras oficiales están muy lejos de la realidad.
“Un día vino mi hermana Milia y me llevó al monte para ayudarla a cuidar a sus bebés cuando ella tuviera que trabajar. Pero no fue así. Me entregó a su patrón para que fuera mi marido. Yo lloraba, le pedía que me dejara ir, pero él abusó de mí hasta que me escapé”, contó Belinda*, una adolescente de 13 años, a Nancy Guerrero, la jefa de la Demuna en Mazán, quien llegó a su casa para facilitar los trámites de la denuncia el 30 de setiembre de 2017.
Sin embargo, la madre de Belinda no estuvo convencida de continuarla. “Ella [Belinda] se escapó varias veces de la casa. Le decía que me ayudara con el trabajo, pero se iba al monte a jugar. No me obedeció y ya ven lo que le pasó”, contó la mujer de 40 años. Su comentario es una muestra de cómo se justifica el abuso incluso dentro de la propia familia de la víctima. La madre de Belinda creció en Mazán, sometida a los prejuicios de su comunidad, donde nadie protesta porque una niña no vaya a la escuela y es común que se le traslade la culpa de un abuso si sucedió cuando caminaba sola por la calle.
La Demuna de Mazán conoció este caso los primeros días de setiembre por un informe que derivó el teniente gobernador del caserío de Santa Cruz, Juan Aroche, encargado de apoyar las labores de la policía en esta comunidad. El funcionario recibió a Belinda en sus oficinas horas después de que huyó de su abusador hasta ahora solo identificado con el nombre de Marcial. En el breve informe, la niña dijo que sufrió tocamientos y violaciones reiteradas en la quebrada de Suni Caño, una zona del poblado de Santa Cruz rodeada de madereros. La policía llegó tarde al hostal donde el acusado se escondía; él ya había huido y solo se incautó su ropa y un celular en el que guardaba retratos de niñas del mismo caserío a las que hizo posar para él.
El informe del teniente gobernador fue entregado también a la Comisaría de Mazán, pero sus agentes lo deslegitiman, creen más en la versión de la hermana acusada, quien declaró a la policía que Belinda miente porque presenta rasgos de retardo mental. “Si a una persona le hacen durante varios días todo lo que la niña dice que le pasó, entonces no podría ni caminar. Nosotros remitimos el caso a la Fiscalía de Iquitos y ya no sabemos qué pasará”, dijo el comisario Juan Collantes Ruiz, a Ojo‑publico.com.
La pericia del médico legista practicada a Belinda revela rastros recientes y antiguos de lesiones en diferentes partes de sus genitales; es probable que la niña haya sufrido anteriores abusos, pero los atroces resultados no son suficientes para acabar con la apatía de los policías de Mazán frente al caso. “En el examen no se concluye que hay penetración vaginal. Entonces no hubo violación”, afirmó el comisario.
Los abusadores, el comisario Alex Morgan Aguilar y el agente Lincoln Arteta Reyes, fueron relevados de sus cargos y estuvieron bajo prisión preventiva durante nueve meses en la cárcel de Iquitos, pero ahora enfrentan el proceso en libertad porque, según el expediente N° 03108-2016, la Fiscalía no presentó más pruebas en su contra.
El brigadier Morgan, que fue trasladado de la Comisaría de Indiana a la División de Robo de Vehículos de Iquitos, insiste que es inocente. “Todo es contradictorio, la chica no presenta rasgos de violencia física y sexual”, dijo en la primera audiencia pública en la Cuarta Fiscalía Penal Corporativa de Maynas, hace unos meses.
El actual comisario, César Guzmán Ríos, lo apoya y pone en duda la veracidad de la denuncia de la adolescente. “El examen del médico legista indicó que la chica estaba embarazada y presentaba desfloración antigua. Ella tiene un novio y podría estar mintiendo”, declaró a Ojo‑publico.com cuando lo encontramos en el local temporal de la Comisaría de Indiana en setiembre pasado.
El manejo poco profesional y los prejuicios de la policía son constantes. No tienen siquiera un registro estadístico de denuncias separado por años (las pocas que se reciben). En la comisaría, una vivienda de dos pisos con pequeñas habitaciones acondicionadas como oficinas, un grupo de agentes descansaba en unas sillas de plástico después del almuerzo aquella tarde que llegamos en busca de atención. “El abuso sexual de menores se ha reducido”, aseguró uno de ellos.
Mazán no cuenta con un Centro de Emergencia Mujer, esa dependencia del Estado que suele contar con abogadas y psicólogas para asistir a niñas y adolescentes víctimas de violación sexual. En el Perú hay 245 locales distribuidos en ciudades capitales y algunos distritos con mayores índices de violencia, pero las niñas afectadas de Mazán tienen que ir hasta Iquitos, a una hora y cuarenta minutos de viaje en lancha por el río Napo.
Hasta allá se trasladó una adolescente de 13 años, violada varias veces por su tío. La denuncia se presentó en setiembre de 2017, pasó a la fiscalía, pero sigue en investigación preliminar. No la hicieron los padres de la víctima, sino sus profesores de la escuela cuando se dieron cuenta de que estaba embarazada. “Es difícil que las familias ignoren una violación. Muchas veces callan toda una cadena de abusos dentro de su entorno directo”, dice la psicóloga Karla Flores, del colegio Jorge Basadre, en Mazán.