Era la segunda vez que estaba en Bogotá. De la canícula madrileña en casi nueve horas y media pasamos al frío andino bogotano. Nos recibió con el cielo encapotado y el seductor dejo colombiano. En este viaje tenía pensado ir a la tumba de José Eustasio Rivera Salas (1888- 1928), el autor de novela “La vorágine”, para muchos es la línea de base de la novela amazónica que tiene como epicentro al caucho, como me comentaba por el chat la poeta Ana Varela – que va estar de profesora en la Universidad de San Diego. Me levanté muy temprano y el jet lag todavía mordiendo mi desmarrido cuerpo. Así en entrevela como dice Mila Alonso busque señas sobre este escritor colombiano y leía que sus restos descansaban en el Cementerio Central. Rivera fue político importante en su tiempo, diplomático y escritor muy reconocido. No muy querido por los caucheros peruanos y por parte de la población amazónica peruana por el litigio de tierras entre Perú y Colombia. Pero al margen de estas chinas nacionalistas en el zapato, me propuse llegar hasta la tumba de él. Es un homenaje silente que suelo hacer a ciertos escritores o escritoras. Tomé un taxi y tuve que repetir dos veces al conductor el lugar donde quería ir. Me lanzó una penetrante mirada. “No es de aquí y por qué quiere ir a ese cementerio”, le explico el motivo y el nombre de Rivera le sonaba muy poco. En mi apuro no me di cuenta de la hora, era la hora punta en Bogotá y el camino se hizo una tortura por el tiempo. El chofer un hombre cercano a los sesenta años trataba de ir por zonas más despejadas de tráfico, pero nada. Erre con erre, el atasco era de campeonato. Mientras buscábamos atajos el me iba contando su vida y visión de la vida política de este país que lentamente sale de la violencia. Era un desencantado. No creía en los Acuerdos de Paz y me indicaba el número de muertes desde que se inició el proceso de paz. Eran linimentos estériles para él. Mientras hablaba miraba de soslayo la hora, eran casi hora y media en el taxi. No podía creerlo. El caótico tráfico en Bogotá es una crónica aparte y, parece, que no hay soluciones a corto plazo. No se atisbaba el camposanto en el horizonte solo una hilera de carros delante mío. Hay que tomárselo con filosofía si no desesperas.
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