En la calamidad pública de celebrar cualquier cosa, dispendio tan arraigado en el desconcertante peruano de todos los tiempos, se abusa de elogios al paladar, a los licores, a la culinaria. Como si la vida solo fuera tragar, beber, atragantarse, festejar, divertirse. En todo el año pocas son las efemérides verdaderamente importantes. El Día Mundial de la Poesía, por ejemplo, se celebra cada año en tantas partes, en tantos ámbitos de esta tierra devastada. Menos entre nosotros, los iletrados, antipoéticos y deshonrosos coleros en comprender textos. ¿Cómo festejar el milagro y el misterio de la poesía si no hemos leído ni siquiera a un mal poeta pedante y autobombero, si no podemos comprender hasta un verso bien escrito?
Pero el arte de la poesía tiene su día, su momento. La musa de ese caro oficio, Erato, debe andar muy molesta, muy mortificada y hasta seriamente ofendida, debido a que nadie entre nosotros se toma la molestia de hacer algo, aunque sea un mal verso, un pésimo poema, para celebrar con honra ese día verdaderamente importante. La aludida musa debe loquearse porque las autoridades de estos lares prefieren arrendar por la frivolidad más ofensiva y malgastar fortunas en celebrar carnavales inútiles, concursos anodinos, fiestas banales. La celebración desperdiciada es siempre ese día en estos pagos. Y eso es lamentable.
Porque el término poesía no solo se refiere al laborioso ejercicio de escribir versos, de armar poemas y publicarlos para que nadie los lea después. Desborda esos límites simplistas. La palabra poesía, en su sentido original, en su luminosa verdad primera y última, designa la suma creativa del ser. Es decir, esa iniciativa o esa energía de agregar algo personal a las cosas. O la capacidad de desbordar la medianía y la discreción para hacer algo verdaderamente válido y conmovedor.