Chema y Santiago Rivas y Enrique Sicchar

 El experimentado conductor ‘Chema’ Salcedo de RPP anunció su diagnóstico durante el programa ‘Encendidos’. Hoy le operan en la clínica Delgado en Lima y Pro & Contra con este paseo fotográfico recuerda su paso por Iquitos, esperando que vuelva a caminar sus calles.

Lucha y fortaleza. El periodista  José María ‘Chema’ Salcedo contó este miércoles —durante su programa radial ‘Encendidos’ de RPP— que tiene cáncer a la encía y en breve se someterá a una cirugía que le extraerá parte de su mandíbula para extirpar la totalidad del carcinoma.

Durante una conversación con el reconocido doctor Elmer Huerta , a quien tomó por sorpresa con su cáncer, el locutor de larga trayectoria contó que fue diagnosticado con «lesión de encía con carcinoma bien diferenciado queratinizante infiltrante para células neoplásicas con carcinoma escamoso».

El propósito de ‘Chema’ de decirlo públicamente fue para sensibilizar al público de atenderse regularmente en un centro de salud para detectar enfermedades de forma preventiva.

«Esto ha comenzado, aparentemente, en la encía, cerca de la lengua. Yo hace meses que sentía una cosita rara, fui a a varios médicos, ninguno era un oncólogo y me dieron diferentes pronósticos. De esto ha pasado varios meses. Después de todos los análisis, la conclusión a la que ha llegado el médico es que tengo un cáncer en esa parte de la encía», contó‘           Chema’ Salcedo.

El doctor explicó que su cirugía «consiste en extraer el foco primario, que está en la encía» para darle paso a un cirujano que pueda reconstruir la parte de la mandíbula que extirparán.

Nosotros queremos recordarle con uno de sus artículos que forma parte del libro “Ruidos” que editó Tierra Nueva.

 

El barrio de los tres niños

Publicado en “Ideele, Información, Analisis y Propuesta” Año 4, N° 52, junio 1993.

 Creo que una de mis primeras experiencias con algo parecido al tema de los derechos humanos se me produjo a poco de haber llegado al Perú, allá por el verano de 1951.

Entonces, la zona de Miraflores a la que llegué a vivir se acababa de urbanizar o se estaba recién urbanizando. Poco más allá de mi casa aún se veían chacras, acequias de riego con pececitos grises -no de colores- y a eso de la seis de la tarde circulaba por el barrio un viejo pastor rodeado de tres o cuatro escuálidas cabras. Naturalmente, era denominado el «Hombre de las Cabras».

Este Hombre de las Cabras era el testimonio de que la vida rural se acababa. Como sucede con los individuos que conviven con anímales, el Hombre de las Cabras parecía una cabra -o un chivo, si se prefiere- aunque no recuerdo ahora si es que, efectivamente, usaba barbita de chivo o era más bien lampiño.

El hombre del rostro y las pisadas de cabra pasaba con las cabras a la hora del crepúsculo y anunciaba el crepúsculo del campo, derrotado por la ciudad y el barrio.

Hablo del barrio, aunque, en verdad, en ese entonces el barrio aún se estaba formando. En ese entonces, era un barrio casi sin niños. Los altos empleados extranjeros, la familia del misionero norteamericano, los hijos del próspero italiano, aún no habían llegado.

Uno de los pocos niños era yo. Había dos más. Fue la primera vez que escuché la palabra «Ayacucho», porque había dos niños más y eran ayacuchanos.

En la esquina recién urbanizada se había instalado una verdulería. Los otros niños del incipiente barrio eran los hijos de los verduleros ayacuchanos. Los hijos de los verduleros salían a la calle con unas bolsítas de las que extraían un polvillo arenoso con el que todo el día se llenaban la boca. Era la «máchica» o «mashca». Cuando la comían mientras hablaban, no se les entendía nada. Cuando después me enteré de que los serranos eran «motosos» para hablar, no pude evitar aquella relación infantil entre el polvillo arenoso y la pronunciación de las palabras. Después de todo, yo también «hablaba raro»: venía de un lejano país, acababa de llegar al Perú.

La más obvia ley de las probabilidades hizo que los niños ayacuchanos y yo nos hiciéramos amigos. Lógica ley de probabilidades, en todo caso a mi favor: yo era hijo único, ellos no. Ellos se tenían entre sí, yo solamente a ellos.

Comían una cosa rara, hablaban más o menos raro. Eran esos para mí los únicos elementos que me diferenciaban de los otros niños de aquel barrio en formación. El barrio que dejaba de ser del Hombre de las Cabras y se convertían en el Barrio de los Tres Niños.

Los tres niños empezamos a darle el barrio carácter y fisonomía. Así fue que el poste recién plantado por las Empresas Eléctricas fue algo más: fue el palo izquierdo del arco sobre el que se disparaba los penales. Las zanjas excavadas por los constructores, trincheras de una guerra que yo reproducía de los relatos de mí padre.

El tema de los «niños de la calle» aún no estaba de moda. Nosotros éramos tres niños de su casa, que siempre jugaban en la calle.

Fue justamente en medio de un crepúsculo, ya sin Hombre de las Cabras, que acertó a pasar por allí alguien, cuyo nombre no viene al caso. Y esa persona se horrorizó de verme jugando con los hijos de los verduleros. Llamó a mi madre y madre recibió su primera

lección de sociología, cuando la sociología aún no se enseñaba en el Perú: «no es posible que tu hijo juegue con esos chicos». «¿Por qué?». «Caray, ¿no te das cuenta de que son cholos?»

Quizás debí señalar al principio que mis padres y yo proveníamos de un país racialmente homogéneo. Cuando mi madre y yo escuchamos la palabra «cholo», no estábamos aún capacitados para detectar que el tonito con el que aquella extraña palabra era pronunciada, no era el tonito peculiar con el que hablaban las gentes de un nuevo y desconocido país, sino el tonito del desprecio, cuyo objetivo preciso era la humillación.

Después supe que tratar de humillar es también una forma de enmascarar el propio terror. Quien rezondraba a mi madre había sufrido la pesadilla de un orden social resquebrajado involuntariamente por tres niños de colores diferentes. Yo aún no estaba socializado en el terror.

Termino esta nota con una obvia reflexión, ya que el tema que esta revista me ha pedido es el de los derechos humanos.

La anécdota que acabo de recordar viene sugerida porque, sí a las puertas del siglo XXI, pensamos en nuestro país que el tema de los derechos humanos es un lujo sospechosamente exagerado, no haremos sino enfrentarnos al brillante futuro de un crepúsculo veraniego de 1951.