Recuerdo que en la época de la universidad, lejos de casa, mi madre me enviaba cartas. Por lo general, con personas que viajaban a Lima o cuando viajaba mi padre a vernos. Eran cartas con ese deje coloquial de las madres, el tono de su escritura era como si estuviéramos uno al frente del otro. Me comentaba las últimas novedades de la casa. Todavía recuerdo que cuando vine a Madrid a vivir me escribió una de ellas con el mismo tono y describiéndome las novedades de la familia. Era la impronta que ella dejaba en la correspondencia. También quiero decir que cuando respondía las cartas a mi madre se quedaba patidifusa por la letra la mar de ilegible, mi letra es desastrosa lo confieso. Mi padre escribía menos, mi madre era la escriba de la casa. Lo hace hasta ahora cuando anota prolijamente, es la notaria de la familia, en un diario que luego los rompe y de nuevo a empezar. Cuando por razones de trabajo estuvo mi padre en Ámsterdam nos enviaba postales por los sitios donde pasaba o nos grababa sus mensajes en cintas de magnetofón que luego las escuchábamos. Pareciera que hablara de otra época, el tiempo se agotaba más despacio. Hoy estamos muy enchufados y conectados que no saboreamos estas delicias que eran las cartas, el tiempo que uno dedicaba en escribirlas. Las cartas de Kafka están entre las célebres y últimamente el intercambio de mensajes entre Paul Auster y J. M. Coetzee. Hace unos días la poeta Ana Varela me pidió mi dirección en Madrid, me quedé intrigado por el pedido ¿para qué me pidió la dirección, Anita? Me quedé entre preguntas. Anoche al volver a casa y al ver la correspondencia en la casilla de correo me encontré con una carta de ella. Sí, una carta. Esa carta significaba, que como un relámpago, y en cuestión de segundos, volver a esos tiempos donde una carta contenía un gran valor amical. Recuerdo que en su estancia por Madrid intercambiamos cartas con Ana. Y ahora desde Davis, California, donde pergeña su tesis doctoral, llegaba una carta de puño y letra de ella o como me decía ella “a punta de lapicero y papel rayado”. No daba crédito. Se me venían mil recuerdos mientras abría el sobre, lo abrí con ansiedad. La primera vez que hablamos fue en la Plaza de Armas de Iquitos sin presencia, todavía en el atrezo de la intolerable bulla de los motocarros. Ahí empezó nuestra amistad que se ha mantenido en el tiempo. Con silencios y palabras, apostillando sus descubrimientos bibliográficos sobre el período cauchero. Se agolpaban en mi memoria las opíparas comidas en Isla Grande con vino y mucha conversación. Recuerdo que en una noche de lluvia y rayos en Isla Grande que en un momento tuvimos que apelar a las velas, cenábamos chifa con el poeta Washington Delgado. Su misiva fue como abrir la espita de la memoria. La carta de Ana era desde la diáspora a otro expatriado, pero pensando en la floresta. Es que así en este éxodo tejemos la patria de la escritura.