Escribe: Carlos Reyes Ramírez*
Algunos libros que tengo en casa tienen cierto embrujo por el que siempre vuelvo a recorrer sobre sus páginas. Volver a esa lectura que nos atrapa con nostalgia y a esa magia de leer un texto que en algún momento emocionó nuestro espíritu radicalmente juvenil. Claro, hay muchos títulos aún por leer en mi pequeña biblioteca y nombrarlos sería inútil. Lo cierto es que están ahí esperando su turno, con la sempiterna y provinciana tranquilidad de ser leídos o devorados por los ávidos ojos de un lector zahorí.
Contrario a eso no me sucede lo mismo con la obra periodística de Gabriel García Márquez, Gabo para sus amigos, a quien he retornado con mucho entusiasmo en estos días de inseguridad ciudadana y de zarandeadas políticas. Los textos periodísticos de Gabo tienen la cualidad de ser leídos infinitamente y de encontrar siempre ese detalle escondido que sorprende, esa prosa que encandila, el texto que atrapa como una telaraña literaria.
La primera vez que tuve contacto con los artículos periodísticos de García Márquez, fue a finales de la década del 70, mucho antes que se le otorgara el Nobel. Época de febriles lecturas, de largas tertulias, usando como pretexto la vida universitaria y los salones de clase, la bohemia creativa de los jóvenes de aquella época en Iquitos, en torno al Grupo Urcututu, movimiento literario que fundamos junto a Percy Vílchez, Ana Varela y quien suscribe el artículo. Nunca olvidaré aquel artículo que leí en unas hojas sueltas de un diario que ya no recuerdo su nombre ―o quizás nunca lo supe porque lo encontré entre las mesas donde se expende pescado―, donde narra su travesía por los países socialistas y para definir a la denominada “Cortina de hierro” ―ese barrera casi infranqueable entre los países de Occidente y los países socialista durante la guerra fría―, indicando que la cortina de hierro no era ni una cortina ni era de hierro, sino era un simple palo pintado de blanco. O aquella donde hace gala de conocimiento médico y explica la razón para dejar de fumar en los aviones.
Después de ganar un Nobel la vida es más fácil, creo. García Márquez se encargará de contarlo con lujo de detalles en La suerte de no hacer colas, y ese indeseable acto de pararse horas tras horas para alcanzar la atención de un burócrata. El premio de la academia sueca se encargará de borrarlo literalmente de un solo plumazo.
La obra periodística de García Márquez es amplia, Mondadori lo ha publicado en varios volúmenes que abarcan más de 30 años de incesante quehacer en lo que él mismo ha llamado “el mejor oficio del mundo”. Están allí los Textos costeños, Entre cachacos, De Europa y América, Por la libre y Notas de Prensa, extensa obra que es un testimonio de lo que es posible hacer desde el periodismo cuando esta se vuelve un trabajo de orfebrería. Ahora leo con verdadera fruición la Obra periodística 5(Notas de Prensa) y a través de sus más de 600 páginas desfilan personajes desde escritores hasta políticos pasando por cineastas como Luis Buñuel, director del célebre film Un perro andaluz (1929). Allí mismo está narrado con la magistral pluma del Nobel, justamente sus temores antes del otorgamiento del premio, ese fantasma que le persiguió durante muchos años y que al fin, y con justicia, se hizo realidad en 1982. No recuerdo por esos días ninguna voz disonante ante el otorgamiento del Nobel a García Márquez. Hubo consenso general y, sobre todo, los latinoamericanos estuvimos de fiesta. Algunos amigos europeos también me comentaron su alegría por el premio a García Márquez, confirmando la universalidad de Gabo.
Ahora mismo celebro a carcajadas el excelente artículo La vaina de los diccionarios, donde cáusticamente el Gabo muestra su disgusto indicando que “uno de los placeres de la vida es encontrar las imbecilidades de los diccionarios” y hace mofa de la definición de perro, hecho por la Real Academia: “Mamífero doméstico de la familia de los cánidos, de tamaño, forma y pelaje muy diversos, según las razas pero siempre con la cola de menor longitud que las patas posteriores, una de las cuales levanta el macho para orinar”. Refiere García Márquez, que dicha definición se prestó a tantas burlas y sobre todo a la ironía feroz de Guillermo Cabrera Infante en su novela Tres tristes tigres, que las ediciones más recientes de la Real Academia tuvieron que recortarla para no ofender al lector con la excesiva precisión.
Ser escritor es cosa seria. Para los inexpertos en las lides literarias o para los extraños que desconocen por el completo este oficio pensarán que escribir es tan fácil que cualquiera puede escribir un cuento o un poema. Y paro ahí para no meternos en el lío de escribir novela o ensayo, en donde se precisa de otras estrategias para salir airosos en estos géneros literarios; una lúcida reflexión en los ensayos, por ejemplo. En Se necesita un escritor, García Márquez, nos cuenta que le resultaba bastante problemático escribir una pequeña correspondencia, debido quizá al rigor que se impone cualquier escritor que se respete. García Márquez grafica esta experiencia con lo sucedido a Luis Alcoriza, actor, guionista y director de cine mexicano de origen español, a quien su cocinera le había pedido el favor de escribirle una carta dirigido a un director de la Seguridad Social. La furia de Alcoriza era comprensible pues, narra Gabo, que le resultaba imposible redactar la carta de marras, y tanto que ni con la ayuda del mismo García Márquez pudieron escribirla y así apoyar a la señora que sufría de los males propios de la edad. Ante tamaña tragedia, finalmente, sería la misma mujer quien les dictaría la carta con una fluidez y dominio envidiable, que ya quisieran los aprendices de escribidores.
Pero, una de las crónicas que más emoción me ha causado es Desde París, con amor. El texto es impresionante desde la primera línea y tengo que confesar que considero a esta pieza como una de las tantas genialidades del Nobel de Literatura de 1982, sino juzgue usted mismo: “Vine a París por primera vez una helada noche de diciembre de 1955. Llegué en el tren de Roma a una estación adornada con luces de Navidad, y lo primero que me llamó la atención fueron las parejas de enamorados que se besaban por todas partes. En el tren, en el metro, en los cafés, en los ascensores, la primera generación después de la guerra se lanzaba con todas su energías al consumo público del amor que era todavía el único placer barato después del desastre”.
* Poeta, biólogo, ganador de la III Bienal de Poesía Premio COPÉ (1986). Miembro fundador del Grupo Urcututu.