Ante el espectáculo de unas extrañas facturas, presentadas por la interna Ana Luisa Sandy, el gobernador Fernando Celis no pudo articular ninguna palabra salvadora y se puso a llorar. Era un llanto extraño que parecía no tener fin y nadie de los periodistas pudo hacerle alguna pregunta para conocer el origen y el destino de esas facturas sospechosas. En medio del copioso llanto la máxima autoridad regional abandonó su oficina y se perdió entre las calles de la ciudad. Cuando reapareció, luego de varios días de ausencia, volvió a derramar muchas lágrimas debido a alguna mención sobre el derrame petrolero. Era otro llanto interminable, desgarrado que no admitía el pañuelo limpiador. Desde esas apariciones lagrimeantes, el gobernador no deja de inundarse en lágrimas cada vez que tiene al frente algo complicado.
El llanto mayor ocurre cuando los mismos trabajadores acuden a su despacho a cobrar por sus servicios. El señor Meléndez, en vez de ordenar el pago correspondiente, se pone triste, dice algunas palabras incompensibles y, de un momento a otro, rompe en un ruidoso llanto. Los cobradores no pueden soportar tanta pena y se mandan cambiar. Bañado en lágrimas, balbuceando incoherencias, el gobernador sigue despachando otros asuntos, como regalar pasajes a diestra y siniestra pasajes, auspiciar malas licitaciones o contratar a lacayos del periodismo, hasta que le traen una mala noticia. Entonces no puede más y aumenta el caudal de sus lágrimas, porque llorar es para él como una liberación.
Es por ello que un grupo de ciudadanos, que no se conmueven ante el caudal de las lágrimas derramadas por Fernando Meléndez, están buscando firmas para su vacancia o su revocatoria. Porque es inadmisible que ante cualquier inconveniente una autoridad de ese nivel pierda su tiempo llorando. Las lágrimas no son malas, pueden limpiar los ojos y pueden liberar tensiones evidentes u ocultas, pero de nada sirven a la hora de la verdad.