EL SON DE POTRILLO
Por: Jorge Martín Carrillo Rojas
Llamada la casa del Dios del amor. Para otros el pulmón del mundo o de la humanidad. Al final no somos más que una ciudad por debajo del sub desarrollo. Es inconcebible pensar que viviendo en este siglo y con tantos recursos –llámese dinero- que manejaron los gobernantes nacional, regional y municipal sigamos adoleciendo de los servicios básicos y las mínimas condiciones que se necesita para vivir decentemente.
Para no ir muy atrás, solo basta ver el gran problema que se tiene con el servicio de agua potable, para darnos cuenta que podemos vivir en grandes inundaciones, más no en una ciudad que cuente con el servicio de agua por lo menos 18 horas continuas. Es tan difícil tener un buen abastecimiento de agua o es que quizá simplemente es el caballito de batalla para que los candidatos nos ofrezcan agua hasta para jugar carnavales.
Al paso que vamos tendremos que volver a los mecheros y que se vuelva a autorizar la venta masiva de kerosene porque el deficiente servicio de la empresa que provee la energía nos lleva a métodos pasados. Se ha escuchado hasta el hartazgo e incluso ha sido portada de los diarios, que con la adquisición de tal o cual grupo generador de energía, el problema del servicio eléctrico iba a solucionarse. Sin embargo, aquella frase: mami la luz, está presente en todos los hogares iquiteños.
¿Aló? Quién es, quién llama por favor, y al otro lado de la línea no se escucha a nadie simplemente porque la llamada no logró conectarse o porque se cayeron las comunicaciones. Sea la empresa que sea. El servicio de telefonía fija, móvil e internet en esta ciudad está cada día peor. Nos dijo el actual presidente de la República que los iquiteños tenemos internet como en Lima, claro que tenemos internet como lo tienen los limeños y en otras partes del país, solo que aquí la lentitud del servicio es una constante.
Así de jodidos estamos. Por eso dejamos otros males para otro espacio, porque si de algo se puede escribir mayormente es de lo mal que estamos, porque ya ni sabemos en qué ciudad vivimos. Algo que lamentablemente no se puede ocultar ni callar.