Escribe: Rubén Meza Santillán
Caminando por la Huallaga, ya cerca al tradicional colegio “Sagrado Corazón”, fui testigo privilegiado de un hecho que me traslado con satisfacción al pasado.
Un policía de tránsito, sin necesidad de llevar el traje de supermán, levanta la mano y detiene a un sin número de vehículos, que apurados como siempre querían ganarle a la luz roja del semáforo. ¡Piñas! El uniformado, de un sonoro pitazo les obligó a detenerse justo en el límite del crucero peatonal ¿La razón? ¿El motivo? Nada más y nada menos, que una encantadora niña de aproximadamente 6 años. Sí, el cachaquito – dicho con respeto y cariño- tomó de la mano a la criatura y la ayudó a cruzar la pista instruyéndola como debería hacerlo a futuro.
Yo, observaba la escena en silencio y complacido, y me decía a mí mismo: “Caray, ese es el policía de antes”. Sí, qué duda cabe, es que con tantas cosas que se escuchan en la radio o se ven por la tele, de esos tombos malos y corruptos, prepotentes y matones, uno se queda, definitivamente, con los de antaño… Aquellos no hacían daño.
Cómo no recordar a la pareja de policías que hacían su ronda por el barrio a pata limpia, más de uno seguramente sufría con su juanete, pero encontraba alivio en la satisfacción del deber cumplido. Pensar que hoy tienen celulares, carros y motos, pero si no sueltas para la gasolina, te pelaste. Espera sentado en malva.
Cómo olvidar las recomendaciones de nuestros padres, que si nos perdíamos o teníamos alguna dificultad, no dudáramos ni un instante, en pedir ayuda al policía de la esquina. “El policía es tu amigo” no era sólo un lema o una frase manoseada y del montón. No. Era una hermosa realidad cotidiana. ¡Qué seguridad, garantía y confianza respirábamos en esta ciudad!
Con esto no decimos que en Iquitos no había robos ni asaltos; que va, se registraban uno que otro; pero cuando los shicapas eran pillados con las manos en la masa, por más que corrían como si hubieran visto un tunchi, eran perseguidos por los cachaquitos y con el apoyo de los vecinos les hacían el corralito, les chapaban, les hacían la bolansha… e iban derechito al calabozo de la comisaría más cercana, dónde se leía en la pared principal: “El honor es su divisa”. Y eso era cierto. Eso se cumplía al pie de la letra.