En algún archivo del flamante Congreso descansa el proyecto de ley del hijo único. El dispositivo, que a la letra decía que todo peruano solo podía engendrar un hijo y en una sola mujer, trató de ser impuesto por el mandatario peruano para acabar de una vez por todas con los excluidos y las exclusiones. El señor Ollanta Humala no contó con la belicosa y violenta reacción de los peruleros que vieron disminuidos la hombría que se basaba en el engendramiento de hijos numerosos. De la noche a la mañana se armó un colectivo que hizo de todo para evitar que esa ley fuera aprobaba por el legislativo.
El argumento de los refractarios era que un solo hijo, engendrado en toda una vida, era una pobreza, una caída, una derrota. Con declaraciones en varios medios de difusión, demostraron que una familia numerosa era signo de vitalismo, de energía y de eficacia. Luego, cuando el gobierno hizo una sonora campaña para demostrar que un solo hijo era mejor porque a ese solitario vástago se le podía brindar todas las atenciones y comodidades, unos miembros de ese colectivo explosivo se crucificaron en las plazas públicas.
Clavados en las altas cruces, sacrificados en aras del ideal de tener la mayor cantidad de hijos y soportando los dolores del tormento, los que se oponían a esa ley en ciernes dieron la batalla frontal. En poco tiempo el país se llenó se seres que se hacían clavar en los maderos para poder seguir teniendo los hijos que quisieran. Ante tanta victima visible, el gobierno no tuvo más remedio que renunciar a su intento de reducir evitar la explosión demográfica y así fue como se acabó el sueño del hijo único como una manera de evitar la suma de excluidos de un país tradicionalmente descontrolado en cuanto a la política poblacional.