ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel

Vaya este homenaje a cuatro personas que han marcado mi existencia y que son los padres perpetuos que la inmortalidad del alma señala. Y lo hago al iniciar el domingo y comprobar que la relación padres e hijos no es lo que las redes sociales por estos días muestran con tantas frases tan hipócritas como fáciles. José María Salcedo, presente. Maurilio Bernardo Paniagua, presente. Percy Vílchez Vela, presente. Carlos Toribio Vásquez Vásquez, presente. En ellos y con ellos no hay celebración que falle. Feliz día, padres del mundo, con todo lo bueno y malo también de este mundo.

Es vasco. De Bilbao. Y mientras recorríamos las calles de la ciudad donde el transporte público no es un problema y hablábamos de la crianza de los hijos me lanzó esta máxima: Por eso seguro no he querido tener hijos, por la crianza, las dificultades y uno siempre quiere que sean imagen y semejanza. Claro, todos los que han criado hijos saben las dificultades que ello representa. Pero él, que no ha engendrado criatura alguna en este mundo creo que ha sido uno de los mejores hijos de esta tierra. Ha cuidado de los suyos como a sí mismo. Les ha dado las atenciones elementales que una persona requiere cuando ya pasó la edad de la jubilación y las bondades sicomotrices de los años pasan factura. Ha producido y financiado un documental sobre su padre en el que no ha escatimado esfuerzo físico y monetario. Ha elaborado un homenaje póstumo a su padre para la posteridad. Una de sus penúltimas enajenaciones ha sido llevar a su padre a la Amazonía para que navegue por esas aguas. Es decir, le ha dado todo lo que ha podido y más a ese hombre que migró cruzando los mares en busca de mejores condiciones para los suyos. Le llegué a conocer después de haber leído sus crónicas. Era –es, en verdad- de carne y hueso. Ese periodista que bimensualmente nos ayuda a conocer la realidad de los sediciosos siempre ha sido un sedicioso. Y en ese andar profesional tuve la dicha de conocerlo. Conversar con él. Ya sea en Trujillo, ya en Arequipa, ya en Iquitos, ya en Bilbao, ya en Madrid, ya en Lima. No me cabe duda que ha sido un buen hijo y por eso le veo como un padre. No ha tenido hijos por decisión propia y porque el destino así lo habrá querido. Pero las mañanas de conversa en el café de Miraflores por estos meses de supervivencia son lo más cercano a la gloria. Caminar por las calles en su compañía es lo más divertido que pueda ocurrir por estos días de cambio climático. Por eso le tengo como padre y en cada reencuentro o despedida le estrecho la mano con el pensamiento que lo estoy haciendo a mi padre. Cuando converso de la vida con él de un momento a otro me viene a la mente que lo estoy haciendo con el autor de mis días.

Es de León. Su niñez y juventud transcurrió en Valladolid hasta que su vocación le llevó a tierras amazónicas. Primero Intuto, luego Nauta, después Iquitos, ciudad en la que formó a varios jóvenes y donde sembró las amistades inmortales que hoy tiene por todo el universo. Era conocido como el cura de los jóvenes. Porque las malas y buenas lenguas que abundan en Isla Grande corrieron la versión que era uno de los pocos sacerdotes que escuchaba a los adolescentes. No sólo escuchaba, en verdad, sino que les daba carta libre para volar aunque sabía quiénes podían caer y levantarse y quienes no tenían las alas suficientes para valerse por sí mismos. Era un fumador empedernido, aún sabiendo que esas bocanadas de humo le podían llevar a la muerte. Era fotógrafo cuando deseaba, ensayista cuando se proponía y maestro las 24 horas del día. Si llegabas a conocerlo era imposible prescindir de sus enseñanzas. Con grosería y lisonjería te la pintaba clarito. Una vez me dijo: “El problema de las relaciones sexuales entre adolescentes no es la relación misma sino que sepan cuidarse”. Dicho esto por un sacerdote era casi un sacrilegio allá por la década del 80 del siglo pasado. Por eso, cuando tuve la posibilidad de estar a solo una hora en tren de la fosa común donde descansan sus restos, no dudé en emprender viaje a Valladolid y –creyendo en la inmortalidad del alma como él creía- agradecerle por lo hecho por los míos que también serán los suyos. Fue padre y padre. Padre como sacerdote y padre como consejero y amigo. Las charlas fuera de clase, las tertulias dudando de la existencia de Dios en las barandas que nos mandaba la vida, la diferencia entre la teoría y la práctica, las vicisitudes políticas y de los políticos, todo y más han hecho que siempre lo vea como un padre, como progenitor. Aún muchos años después de su muerte creo escuchar su voz cuando perpetro uno de esos pecadillos infaltables y que las Sagradas Escrituras señalan. Por eso le tengo como padre. En las buenas y en las malas. Y cuando las malas quieren tomar la delantera instantáneamente le pido a él que venga en mi ayuda. Y creo que viene, desde donde se encuentre, creo que viene.

Nació en Panguana. No sé si Primera o Segunda zona. Habrá sido el hombre con el que más he recorrido el mundo. No muchos. Pero mundo al fin. Una mañana, mientras arreglábamos el mundo en una de las plazas de La Habana me dijo: Tienes que escribir todos los días, no hay otra forma, tú escribes bien pero tienes que hacerlo todos los días. Era como una sentencia. Un mandamiento. Y se lo creí. De esa aseveración salieron todas las crónicas que enviaba desde la isla para Isla grande. Claro, que después me fui por otras orillas. Pero, a pesar de ser contemporáneos, lo veo como de otra generación, distinta a la mía. No por cronología ni ideología sino por idolatría. Serio. Una persona que lee más que lo que come, que tiene un sentido de la solidaridad tan desprendido que da de sí aún perjudicándose en sí, que aleja el pan de la boca para dar al prójimo, que te dice en tu cara pelada las cosas que considera mal en tu comportamiento, que te lleva con fidelidad a comprender que no se puede conjugar temerariamente el verbo fornicar con amar, tiene que ser más que tu amigo. Se eleva a la condición de padre, sin proponerse. Por eso seguramente en este junio en el que ya comienzan las garuas anuales en Lima, una de las cosas que más extraño son las charlas con ese hombre que ha decidido no tener hijos. Por lo menos no genéticamente. Porque creo que tiene varios hijos literarios. Por eso será que lo admiro hasta el extremo. Lo veo como alguien que no es de este mundo. Ensimismado en sus cosas, preocupado en que no le falte nada a los suyos y trabajando en la escritura solo por el placer de la vocación y por la obligación de que a la autora de sus días no le falte lo elemental. Cuando habla de su padre, prefiere la dribleada. Y como ironía de la vida, yo le considero un padre y él no ha querido tener ningún hijo.

Su profesión era herrero. Trabajaba con los fierros siendo él mismo un fierro. Se levantaba antes que aclarara el día. Siempre creí que ganaba mucho menos de lo que merecía. Su esfuerzo era enorme. Su legado tan inmenso como el infinito. Martillaba el metal y a su lado tenía el café que él mismo se preparaba y el cigarro que le alteraba la respiración. Trabajaba tanto como fumaba este viejo. Tomaba tantas tazas de café como le estaban prohibidas. Sudaba a chorros tanto que debía cambiarse varias camisas al día. Mientras él hacía ese trabajo manual yo estaba en un costado leyendo algunos libros que encontraba por la casa. Otras veces le daba también al martillo y la comba junto a él. No iba a las reuniones de padres de familia de los colegios fiscales donde estudiaban sus hijos. No pertenecía a ninguna asociación que obligaba a sesiones tediosas e hipócritas. No asistía a ningún agasajo por los días paternos ni maternos. Creo que en el fondo detestaba esas ceremonias donde las personas querían mostrar lo que no eran ni hacían. Nunca le pregunté sobre el tema. Pero en el fondo creo que detestaba eso que bíblicamente Jesucristo también detestaba: la hipocresía. En estos años que ya no está entre nosotros he creído llegar a la conclusión que la mayor herencia que ha dejado en su paso por estas tierras es la dedicación excluyente hacia el trabajo, la adicción temeraria al café, la autoexclusión severa a las ceremonias tan propias como extrañas donde la hipocresía es el lugar común. Ese padre genético con el que me premió la vida no necesitaba pizarras para enseñar, ni tizas para las grafías. Porque en su andar ya sea por las aguas del Marañón, Ucayali o Amazonas –y todos los ríos que le fueron cotidianos- o las calles de las pocas ciudades en las que le tocó vivir enseñaba sin proponérselo. Por esa genética creo que -ya sea para el trabajo de la escritura o de los vicios ineludibles de la existencia- sigo sus pasos. Ese hombre sudoroso, amoroso y bondadoso que engendró siete hijos siempre anda conmigo. Tanto así que a veces cierro los ojos en la madrugada o a cualquier hora del día y creo ver su rostro diciéndome sin hablar lo que tengo que hacer para no caer en las garras siempre dispuestas de las cosas malas.

Vaya este homenaje a cuatro personas que han marcado mi existencia y que son los padres perpetuos que la inmortalidad del alma señala. Y lo hago al iniciar el domingo y comprobar que la relación padres e hijos no es lo que las redes sociales por estos días muestran con tantas frases tan hipócritas como fáciles. José María Salcedo, presente. Maurilio Bernardo Paniagua, presente. Percy Vílchez Vela, presente. Carlos Toribio Vásquez Vásquez, presente. En ellos y con ellos no hay celebración que falle. Feliz día, padres del mundo, con todo lo bueno y malo también de este mundo.