La última vez que estuve en Valladolid fue para una muestra fotográfica del período cauchero, hace casi dos años, y sin querer esa noche cené y dormí en el convento de los Agustinos. Mi cuerpo y alma trashumante (balbuceando agnosticismo) jamás pensó que dormiría en los aposentos, en las celdas de quienes fueron mis maestros en el colegio. El recuerdo de los curas Silvino, Laureano y Maurilio, entre otros muchos, revoloteaban mis sueños. Pero esta vez volvía a Valladolid, casi de paso, porque iba a una boda, el hijo de los primos Maribel y Félix en la Villa de Olmedo, un simpático pueblo que se encuentra a treinta y seis minutos en autobús de la que fue capital del Reyno. Fofó y yo ya habíamos estado anteriormente en esa localidad, en ese mismo balneario, para disfrutar de sus aguas medicinales. Maribel había leído mi novela “El insomnio del perezoso”, me dijo que no se despegó de ella hasta terminarla, un gran halago para alguien que escribe, y me recordaba que en la novela el personaje ambulaba por los parajes de la villa de Olmedo detrás de los espectros de los personajes de Lope de Vega. Con Maribel, desde que la conocí, siempre me han unido los libros. Me dijo que estaba estudiando Historia, esto siempre ha sido un buen motivo para la tertulia. El Museo Oriental de los Agustinos fue uno de los temas tocados en nuestras conversaciones. Por cierto, recomiendo encarecidamente su visita. Maribel es una magnífica anfitriona recuerdo que en Palencia nos llevó a conocer diversos lugares de la ciudad que aún desconocía (en mi memoria está grabada, como una estampa, el puente sobre el río Carrión). Recuerdo también que en la casa de su mamá, Petrilla, lo primero que me mostró la tía Isabel fueron las cigüeñas que se posaban en el horizonte, en los nidos de la Iglesia de San Miguel. Los ojos claros de Isabel se encendían de sana alegría. Así en vuelto a Olmedo, por una invitación de Maribel que ha espoleado gratamente la memoria.

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