La Copa América del 2015 fue surtida de compartimientos donde navegaban toneles de reconfortante vino, barriles de espumeante cerveza,  ríos de aguardiente de pura caña, bidones de ron del bueno y envases con el  nunca bien ponderado chuchurrín. De esa manera dicha copa no era ya un  trofeo pelotero, una presea del fútbol, sino una convocación a las fuerzas chupadoras,  a los ímpetus licoreros,   de los jugadores de todo un continente.  Todos a una ellos pusieron sus mejores empeños y sus muchos bríos para ganar esa copa que les garantizaba una vida poblada de tomadurías y juergas hasta las últimas consecuencias.

La muy surtida Copa América era entonces un incentivo a la muca, rubro donde los peloteros peruanos habían demostrado habilidades y destrezas digna de emulación de parte de los bebedores habituales, de los tomadores empedernidos, de los dipsómanos  que en el mundo han sido y todavía son.  Fue así como esos futbolistas se esmeraron a fondo para ganar el inédito certamen.  Era de verse en esos días de junio cómo los peloteros de la perulería perseguían a la de cuero, cómo dribleaban a los adversarios, como inflaban las redes contrarias. En esos partidos en vez de beber agua helada, gaseosa o limonada, bebían jarras de caña canera, un explosivo preparado inventado en la cárcel.

Nadie hubiera sospechado que la gallarda selección peruana, cuyos jugadores estaban acostumbrados al seco y volteado, a los madrugones y amanecidas en los bares,  iba a campeonar en forma invicta en ese año millonario. Pero así fue. La Copa América,  con todos sus torrentes embriagadores,  fue alzado por el capitán de la escuadra blanca y roja y ahí mismo en pleno estadio de Santiago de Chile se inició la celebración  que duró varios días con sus noches cachaceras. Está demás decir que todo el contenido de la flamante Copa América fue poco a la hora de la verdad.