El voto de los bajos fondos
En el escenario político peruano, desde hace tiempo, hay una evidente distorsión electoral, una conocida modalidad de fraude en las urnas. Nadie parece tomarlo en cuenta, nadie toma cartas en el asunto, como si no fuera indigno convivir con el delito, y el dolo se repite en cada elección con una puntualidad digna de los bajos fondos. Estamos escribiendo sobre el dinámico, famoso, célebre voto golondrino. El voto irregular y oscuro, el voto ilegal, el voto inventado previo pago de una determinada cantidad para hacer ganar a un candidato sin escrúpulos, es más influyente de lo que se cree.
Porque distorsiona las cifras reales, hace variar el resultado final, suelta en el antro del poder a quien no se merece. El que debería ganar pierde. La cacareada voluntad del electorado es así pisoteada, burlada, ninguneada. Todo el mundo conoce esa modalidad del hampa política. Todo el mundo sabe cómo se financian viajes masivos en botes contratados para ir a votar ilegalmente. Lo grave del asunto es que existe entre nosotros una especie de benevolencia bromista, de tolerancia civil, hacia esa viveza criolla. Como si el dolo fuera indicio de honores, merecimientos. El voto golondrino, entonces, prolifera como una de esas plantas parásitas, sin control, sin castigo de ninguna clase.
La modernidad de nuestro escenario electoral no pasa tanto por el voto electrónico. La parte mecánica es apenas un rasgo de avance. Pasa por apartarle del delito evidente, de la transgresión conocida, de los bajos fondos. No se puede seguir hablando de democracia mientras exista ese voto pervertido, ese voto que puede encumbrar a verdaderos crápulas de la política. ¿Tan difícil es acabar con el voto golondrino que los delincuentes de las ánforas no se preocupan por camuflar u ocultar?