La súbita presentación en público del flamante doctor Pedro Pérez, ante gritones reporteros radiales, iletrados escribidores en diarios y las delirantes cámaras de televisión, desató en la ciudad de Iquitos una convulsión feroz. El que menos, hasta conocidos doctores que nunca presentaron a nadie sus títulos o sus obras, se mostraron ofuscados, ofendidos y hasta se atrevieron a meter un juicio a ese personaje inusitado. Los padres del doctor Pedro Pérez, unos forasteros de esos que se ufanan y medran, defendieron al doctor con pruebas contundentes, con declaraciones juradas, con firmas notariales y con rúbricas de encumbrados rectores de las más cultivadas universidades del planeta marciano.
El flamante doctor Pedro Pérez tenía un pequeño problema, un ligero inconveniente, pues contaba con apenas tres años de nacido, pero ya tenía su título a nombre de la nación y su cartón envidriado que colgaba cerca a sus sonajas. Ese inusitado espectáculo fue la nefasta radicalización de la corriente doctoresca en el Perú gracias a una ley universitaria fabricada principalmente por un antiguo uniformado. El doctorismo era un desafío a la sociedad para tener un buen cargo y un mejor sueldo. En el país de destitulados o bachilleres el que menos comenzó a doctorearse como si tal cosa. Ante tanto doctor de hecho y sin derecho, apareció esa peste de niños doctores. El mismo militar presentó una ley sobre el crecimiento del doctorismo a nivel nacional. A partir de ese momento cualquier cosa solo podían hacerlo los doctores.
El que quería casarse en un matrimonio comunal y sin mucho tongo, por ejemplo, tenía que mostrar su título de doctor y no funcionaba eso de doctor zapote. La luna de miel no podía perderse en los goces de la carne sino que estaba obligado a sustentar nuevamente su tesis ante un jurado implacable y listo a quitarle su título. Antes de engendrar a su primer retoño, el doctor tenía que presentar un novísimo, innovador y aplicable trabajo de investigación.