En el más remoto paraje fronterizo, allí donde los barcos tardan tres meses en llegar, donde no existe ningún rastro de la caja estúpida o televisión, donde todavía no se sabe si el Perú clasificó al mundial carioca, se levanta el campamento de reclusión. No es una cárcel, ni un sanatorio, sino un retiro para albergar a las pobres víctimas de un aparato menor que sirve más para enredar las cosas, para mentir, para jorobar la paciencia con llamadas inútiles y pocas veces para comunicar algo importante. Escribimos sobre el celular.
La peste del aparato de marras comenzó cuando en las calles de las ciudades forestales aparecían personas moviendo los dedos como si pulsaran algo o como si tocaran teclas o como si escogieran arroz. Pero no tenían nada entre las manos. Es decir, inventaban que tenían ese aparato. Luego vinieron a completar el cuadro clínico aquellos que compraban cada mes un nuevo celular y era común ver a personas cargando sacos llenos de aparatos que sonaban simultáneamente- El pobre ciudadano no sabía a cuál de ellos contestar primero. Después las empresas innovadoras inventaron el celular autónomo, ese que hacía su propia llamada y por las puras.
En las ciudades de entonces aparecieron las personas con celulares soldados a sus orejas. Ello era para que ninguna de las tantas llamadas se perdiera en el olvido. Era ya el colmo y allí fue que el ministro Urresti intervino personalmente para detener a los enfermos. En el campamento esos pobres seres son sometidos a entrenamiento militar para que se olviden de ese aparato atroz. De aquí a poco, como una muestra de que se han curado de la peste, se espera que salgan de alta convertidos en otras personas. Es decir, en ruidosos retretisas -de retreta- placeros o esquineros, en seres desfilantes cada fin de semana.