En el más peligroso barracón del cuchillero Callao, se atrincheró la enconada falange de preparadores del suculento, picante y sabroso cebiche. El lugar se convirtió en la última trinchera de los que no aceptaban la inesperada y súbita prohibición de zamparse ese preparado ancestral y emblemático de la gastronomía nacional. Sucedió que don gobierno, en nombre de la defensa del consumidor, de la salud privada y pública, prohibió bajo pena de multa y castigo la preparación, la venta y el consumo del referido potaje. Ello debido al último informe del ministerio del ramo que, con cifras y pruebas de laboratorio, sostenía que comer cebiche malograba los dientes debido a su abundancia de ácido.
El decreto inesperado no fue aceptado por los abundantes consumidores de esa delicia. Los conocidos y reconocidos cevicheros de todo el país de inmediato formaron un colectivo capaz de realizar marchas de protesta, tomas de locales, crucificaciones en las puertas de las iglesias o enterramientos en la canchas de futbol. El gobierno no dio su brazo a torcer e insistió en que no se debía comer ese preparado sobre todo después de una espirituosa y parrandera amanecida porque era peor el daño. Los cebicheros no cedieron en su demanda y luego de hacer tantas protestas eligieron como último reducto, como morro final, el barracón referido. Atrincherados allí, están dispuestos a dar la vida por defender la tradición culinaria del país.
Al cierre de esta crónica, el terco gobierno prepara una incursión violenta para acabar con la encarnizada protesta. El ministro del interior, enemigo declarado de ese potaje por considerarlo crudo, planea una incursión madrugadora a ese bastión para cazar como conejos a los que se atreven a contradecir un decreto oficial. Como es su costumbre o su estilo desde hace meses, actuará solo y sin la ayuda de sus subalternos armados.