El cambalache de la vida encontró su mayor revuelta durante la tremenda, vasta y brutal celebración del Día Mundial del Malabarismo. Los líderes de los países más ricos dejaron de pintar pájaros en las paredes, de fumigar las ilusiones con el chorreo que nunca se derramaba y de meter gatos por liebres, Y, en conjunto, invirtieron un buen billete en el fandango con la carrera de perros amaestrados, el baile del camarón que se duerme, el desfile de varones y hembras con aretes colgantes y el concurso de tatuajes en las zonas prohibidas del cuerpo. Pero el mayor atractivo de la concurrida celebración malabarista, cuyo sustento no es la habilidad sino el truco, fue el paso, sin equilibrios o colchones protectores, de los presidentes bananeros o petroleros o mineros.
Los mandatarios tercermundistas hicieron su faena y en términos de toreo se puede decir que cortaron orejas y rabos. Nadie sabe cómo esos líderes que gobiernan pasando y repasando por cuerdas flojas, por zonas minadas, por parcelas a punto de hundirse, pudieron andar y desandar como por sus casas mientras el público se moría de miedo o de espanto. Al final de la exhibición los aplausos estallaron por todas partes, mientras los mandatarios eran condecorados con medallas, diplomas y viajes a islas paradisíacas. ¿Era el malabarismo lo único cierto de tantas vidas?
El Día Internacional del Malabarismo, en las ciudades selvistas, no pasó de largo ni frecuentó el olvido. Inspirado en lo lúdico de sus trucos, sus habilidades, desde mayo hasta diciembre fue declarado rojo espiritual en el calendario, feriado largo moral, que era una variación de los asuetos, descansos, permisos, relajos, vacas y vagancias que contaminaban el desempeño laboral. Así las cosas cambiaron de un momento a otro. La bella Iquitos dejo de llamarse la urbe del Dios del Amor, a la cachaza. y se nombró la Ciudad de los Mil y Quinientos Malabares.