[Peregrinaje a la Quinta de Simón Bolívar].
Es imposible no pensar en El General en su laberinto, de Gabriel García Márquez, cuando se visita en Bogotá una de las casas de don Simón Bolívar. Desde esa capital el citado hizo el último viaje, el itinerario sin regreso, lejos ya del metal de la gloria, de las victorias armadas, de la cumbre del ejercicio del poder y sus galas. El peregrinaje final bolivariano fue más bien un crucero de dolores innombrables, de nostalgias desgarradas, de rencores que seguían hirviendo y, abrumado a cada paso, por la desolada sensación del dominio de la ruina. El caudillo continental, antes de partir para la otra orilla, tuvo la absoluta convicción de que había sido derrotado por los mismos que cumplieron brillantes gestas en el campo de batalla. El mismo no supo vencer sus propias soberbias y apetitos protagónicos, y contribuyó a la derrota. Esa derrota todavía influye en las vidas cotidianas de todos nosotros.
La ardiente y brutal profecía: “Nunca seremos dichosos, nunca”, que El Libertador dijo al general Urdaneta como una bofetada histórica o una condena sin nombre, se confirma mientras caminamos hacia su quinta o finca o villa que habitó en esta ciudad andina, algo lúgubre y bastante fría. Era después del mediodía y ante la presencia de los cerros de siempre, avanzamos indagando de vez en cuando sobre esa casa célebre ante los extraños que encontramos en nuestro recorrido. En los rostros de las gentes que van y vienen, en los establecimientos distribuidos en tantas partes para vender insaciablemente, en las mismas pistas donde reina el bullicio o el conflicto o el temible atolladero, en las tantas calles que pueden lucir ruinosas y decrépitas, la dicha no es de este mundo. No ha sido nunca un consumo habitual después de las tantas promesas de los próceres que hicieron la independencia continental del poder castellano, porque los que liberaron este suelo pasaron después a oprimirlo.
La estatua de Simón Bolívar nos concede la secreta y callada bienvenida. En su silencio y su inmovilidad no parece digna de la estampa de ese hombre formidable, dotado de varios talentos y menesteres, dueño de pasiones desmesuradas, muy hábil en conducir el destino de los hombres, que soñó antes que nadie la Patria Grande nuestra como una gran madre benefactora. Han pasado los siglos de esa descomunal ilusión y sus hijos de ahora andamos dispersos, solitarios, desconcertados, dependiendo de una sola patria mezquina y con sus fronteras. Apenas tenemos tiempo para tratar de saber lo que sucede ante nuestras propias narices, sin advertir que lo que nos pasa a los unos también les sucede a los otros, los que vivimos en esta parte del mundo. Estamos más unidos de lo que supones pero insistimos en fragmentarnos en banderías personales, en pequeñas patrias aisladas e inscribirnos en coloridas opciones particulares. De esa manera, estamos muy lejos de El Libertador.
El caudillo ha sido entonces derrotado, tal y como él lo anunciará en su viaje hacia el reino de la muerte. Contemplada a simple vista, la llamada Quinta de Bolívar, antes que la morada de un héroe, la sede de un personaje encumbrado, parece una cómoda y conventual villa de un ricachón presumido, de un hacendado vanidoso y sus siervos mal pagados y mal considerados, de un adinerado medio burro, de esos que jamás comulgarían con la utopía bolivariana. La casa luce solitaria, sin el anuncio de alguna visita, sin las gentes que llegaron a habitarla. Las personas que andan por sus corredores, pasillos y ambientes son extrañas, forasteras. La morada luce silenciosa, conventual, algo modesta y nadie sospecharía que entre algunos de esos sitios se jugó muchas veces el destino de la política local y de otros países de ese continente recién emancipado. El tiempo se lleva todo, y se siente que es un lugar deshabitado y preparado para recibir a visitantes como un lugar de reliquías.
¿En qué momento crucial de su agitada vida o debido a qué hecho profético, El Libertador arribó a la triste y desolada conclusión de que nunca seremos dichosos, nosotros que nacimos para la dicha? ¿Fue en esa quinta de Bogotá, situada no tan lejos de la ciudad y que primero fue propiedad de José Antonio Portocarrero y que después le fue donada a Bolívar por uno de los primeros gobiernos que se instalaron en Colombia, donde el citado supo que íbamos a ser desolados súbditos de la desdicha? ¿O fue en otra parte, en algún episodio de las armas, en cualquier muestra de miseria de sus generales, que descubrió esa brutal verdad de los siglos? ¿O la frase surgió en un momento de inspiración inexplicable, en un instante de clarividencia irrepetible? No lo sabemos, no podemos saberlo. Y lo único que nos queda es confirmar en cualquier parte su implacable exactitud.
El libertador no partió desde esa quinta o villa o finca para realizar su travesía final. Partió de la Quinta de Fucha, lugar que le prestó otro gobierno para que pasara los días después de su renuncia al ejercicio del poder en el hermano país. Esa morada que visitamos ya no era de él, porque hacia 1930 le regaló al señor José Ignacio París. Es decir, don Simón Bolívar antes de su último viaje ya no tenía lugar donde vivir. Era un pasajero sin techo. Era su hora final cuando cabalgó por la sabana bogotana con rumbo al río Madgalena. En ese itinerario era un simple mortal sin ningún tono o cargo, su salud andaba con quebrantos, las ingratitudes estaban a la orden del día y le devoraba sin cesar la desilusión de su sueño de la Patria Grande como una madre nutricia y sin fronteras. Es decir, El Libertador fue el primero que sufrió la frase que decía: “Nunca seremos dichosos, nunca”.