La celebración del novísimo Día del Congresista, flamante idea lanzada desde su escaño por el señor Yehude Simón, convirtió el Perú en otro caos. Sucedió que no hubo nadie a favor de ese festejo, ni siquiera los mismos parlamentarios, falange que se enconó contra ese feriado que de todas maneras iba a atentar contra los sueldos y los ingresos variados que dicha sea de paso no daban ni para llenar la olla familiar. De manera que presentaron una denuncia ante el Tribunal de San José con sede en Costa Rica.
La otra falange que se opuso a semejante día era aquella que cuestionaba la labor de los congresistas. El índice de desaprobación en las encuestas era contundente, lo cual entraba en conflicto con el hecho de que casi todo el mundo quería ser parlamentario. Ese colectivo, más bien, propuso celebrar días útiles, días de homenaje a la tierra, el agua, la comida, recomendando el Día del Pato al Horno debido a que cada día se consumía más ese plato en el país. Pero no se pudo llegar a nada, pues cada lugar, cada caserío, cada provincia, proponía su plato favorito.
El afamado Día del Congresista quedó en nada. No tanto por el desprestigio de los muchachos de los escaños, sino por algo más brutal. Sucedió que los peruleros de ambos sexos se habían excedido en festejos y habían copado todo el año. Los 365, incluyendo los domingos, los feriados largos, los asuetos, los descansos, estaban ganados por celebraciones tan extrañas como el Día del Gato Techero. Para seguir en el vacilón una comisión de alto nivel hacia gestiones para que se dupliquen los días del año.