Después de los cincuenta uno ya no es el mismo. Ni en fuerzas ni en destrezas. Pero a los 25 se enfrenta al mundo. Cuando regresé a radicar a Iquitos, luego de concluir los estudios superiores, por decirlo de alguna manera, no pensaba en otra cosa que no sea escribir. Me amanecía en ese oficio, deshojando los tomos del semanario católico, ojeando lo que habían dicho los protagonistas en años anteriores. Leía y apuntaba, releía y garabateaba. Sin menospreciar a los demás medios, nunca he concebido el periodismo sin la escritura, sin la prensa, sin la frase bien construida. Y así fue cómo me fui construyendo. Pero lo del semanario ya había cumplido su ciclo. No por añejo, sino porque la adrenalina de los viernes tenía que dar paso al del día a día. Y, por razones obvias, el semanario que con tanta buenas vibras me había acogido miraba de reojo temas necesarios que únicamente podían ser abordados en uno propio. Paso previo a la cotidianidad, lo que se llama “quemar etapas”, digo.
Así fue perfilándose el bitinto. Con tinta negra primero y, luego, añadiéndose el verde, lo que le valió esa denominación en la columna que Guillermo Flores tenía con ojo avizor. Había sido un sueño universitario. Con edición cero, con machote de ensayo, con charlas amigables y de las otras. La primera edición es todo un símbolo. No sólo por el nombre, que ya es sintomático de lo que han sido sus páginas, sino porque contenía las declaraciones de dos políticos contrapuestos. Juan Checkley Iberico e Iván Rengifo García, uno de Acción Popular y el otro de Izquierda Unida. Luego fue creciendo, en tamaño y en personal. Confieso que ese crecimiento siempre me ha producido sentimientos encontrados. Más gente, más cuidado, más responsabilidad, más desvelos. Y con todo ello, las piedras en el camino. Hemos aparecido en una época convulsionada y hemos capeado los temporales. Han caminado junto a nosotros más de lo que podríamos suponer en su momento. Siendo un proyecto muy personal siempre lo tuve como familiar. Y no creo equivocarme cuando percibo que los míos también lo sienten así. Unos directamente –como mis hermanos Juan Carlos y Ángel, que en su momento compartieron roles en el diario- y otros indirectamente como en vida papá Carlos que se emocionó casi hasta las lágrimas al recibir la impresora láser en la oficina de la calle Putumayo. Todas mis hermanas, ya sea desde Milán o desde cualquier parte del mundo, o mi madre Julia Judith que espera a veces infructuosamente el impreso detrás de la puerta. Este diario es familiar, sin duda. Aparecimos en la coyuntura pero no nos dejamos llevar por la coyuntura. Lo hemos construido juntos, sí.
Por eso, la víspera del 30 de junio, cansados por el feriado largo y en la soledad matrimonial que nos ha alejado de los hijos que hemos engendrado, coincidimos con Mónica para que el primer minuto de ese día nos coja en el boulevard de Iquitos haciendo un brindis por los años que se fueron y los que vendrán. En los que hemos comprobado que el diario es parecido al (nuestro) matrimonio. Con altos y bajos, con chismografía de la más baja y barata, con turbulencias desestabilizadoras, con luces y sombras, con amistades consolidadas y de las que nunca fueron pero parecían.
Cada vez que me siento a escribir para el bitinto recuerdo la primera portada. Y digo que ahí está el espíritu de este diario: que se difunda todas las voces, que escriban todos los que deseen, que los columnistas sean libérrimos en sus artículos con sus aciertos y errores, que los lectores nos hagan ver nuestros errores y que no persistamos en ellos. En fin, estos 24 años lo hemos recibido con Mónica entre dos pero la celebración es entre muchos, especialmente las más de 15 mil personas que han visitado las publicaciones fotográficas del aniversario donde mamá Julia sopló las tradicionales velitas, como siempre debe ser.