21 de diciembre de 2012

21 de diciembre de 2012

 Moisés Panduro Coral

De repente, los asombrados ojos de millones de personas vieron en el cielo un gigantesco cuerpo esférico que cada vez se agrandaba más y más. Apareció en el horizonte cerca de las seis de la mañana, en horario inverso a la aparición de la luna que se torna visible cuando se oculta el sol. La tierra empezó a vibrar, los árboles se estremecían quedos con sus follajes sacudiéndose, las aguas oscilaban crestosas entre sus márgenes, los perros ladraban consternados, las aves no salían de su refugio nocturno. La zozobra se apoderó de todos los seres vivientes sobre la faz de la tierra, y los humanos se postraron de rodillas, abrazándose, llorando y rezando. La Tierra se había sumergido en una oscuridad a medias; una luz tenue, mortecina y azulada que invadía las casas, los edificios, las calles; una rara oscuridad que permitía observar mejor a nuestro visitante estelar. El inicio del fin había llegado tal como se había venido anunciando.

La aflicción cundió aún más cuando de repente se fue la energía eléctrica y el mundo quedó incomunicado, sin celulares, ni internet, ni radio, ni televisión. El cielo azulino se hizo entonces más pronunciado. Minutos antes, las cadenas mundiales habían informado que el amanecer zarco se debía a que el campo magnético de la tierra estaba comprimiendo la luz del sol, lo que hacía que ésta no llegue a la tierra; el planeta de los terrícolas sólo recibía la luz cerúlea reflejada de la brillantez del planeta X. Las vibraciones, similares a las que producían las retroexcavadoras cuando rompían pistas en cierta ciudad tropical, tenían su origen en las perturbaciones gravitacionales generadas por la cercanía del gigantesco cuerpo estelar que alrededor de las diez de la mañana se encontraba posicionado en la mitad del firmamento, con un tamaño seis veces más grande que la luna llena.

En ese momento, la avanzada tecnología desarrollada por la humanidad, especialmente en el campo de las comunicaciones, se tornó inservible sin las fuentes de energía convencionales y los gobernantes de poderosas naciones no podían hacer uso de ella, estaban maniatados, impotentes, sin poder, sin mando, sin tropas, ni servidores. Las bombas nucleares, los arsenales bélicos, los aviones de guerra, buques y submarinos de última generación ¿de que servían para enfrentar una situación de magnitud nunca imaginada?, ¿contra quién iban a dirigirse?. Los ricos, más preocupados en cómo salvarse, ni pensaban en sus millones de dólares, esas montañas dinerarias que ellos acumularon en los bancos mientras en el mundo millones de seres pasaban días y noches de hambre; ahora se iban a podrir allí, con nada de pena y sin ninguna gloria. Las mezquitas se hallaban abarrotadas de hermanos musulmanes, en las sinagogas judías no tenían espacio para nadie más en ningún lugar del planeta, las iglesias católicas habían sido virtualmente tomadas y rodeadas de miles de personas en el mundo entero; los templos evangélicos, adventistas y de muchas otras denominaciones, desde las más humildes hasta las más grandes, las rurales y de las ciudades, estaban rebasadas por el gentío que veía en los altares religiosos su tabla de salvación frente al cataclismo que se aproximaba.

Después de seis horas de angustia, cuando se esperaba la inminente destrucción, cuando las naciones del mundo se encontraban a punto de colapsar, y cuando la humanidad estaba al borde del suicidio en masa, ocurrió algo inesperado. Los perros cesaron sus ladridos, la tierra dejó de vibrar, las aguas volvieron a discurrir normalmente. Exactamente a  las 11.23 horas de ese 21 de diciembre de 2012, la espectacular y atemorizante esfera azulina que dominaba y pintaba el cielo, emitió unos destellos en forma de auroras boreales, de luces ondeantes que en forma de serpentinas bajaban y subían en el firmamento. En ese preciso instante, una extraña sensación de paz llenó el espíritu de los siete mil millones de habitantes del planeta, nadie hablaba ni escuchaba nada, pero todos sabían lo que todos pensaban.  En todos los oídos, y simultáneamente en todos los idiomas, se escuchó una potente voz universal que anunciaba que todo vestigio de maldad iba a ser extirpada de este planeta que la Inteligencia Eterna había creado en seis días.

La humanidad entera pudo saber y sentir las transformaciones que se estaban operando en las mentes humanas. Los ricos iban a destinar todo su dineral para dar trabajo a los desocupados, pagar bien a sus trabajadores y ayudar a los necesitados; las naciones poderosas iban a fundir toda su maquinaria bélica para fabricar con ellas herramientas de trabajo y tecnologías de punta que erradiquen el hambre y la pobreza; el musulmán iba a abrazarse con el judío y el testigo de Jehová con el católico; los industriales iban a reponer a la naturaleza los bienes y recursos que ésta les prestó durante siglos; los coimeros no sólo pulverizaban el virus coimeril de sus pensamientos (y de sus manos) sino que iban a devolver todo el dinero robado al pueblo a través de los años; los politiqueros ya no iban a hacer negocio de la política, ni campañas repartiendo regalos e hipotecando los presupuestos públicos a los mecenas electorales, iban a debatir propuestas en igualdad de condiciones; en fin, había una nueva actitud solidaria y una  gran algarabía en la especie humana.

Cesó la voz. Se oyó una música celestial. La impresionante esfera azulina se fue alejando, dejando en la atmósfera terrestre una poderosa fuente de energía azul. El sol volvió a brillar. Las aves trinaron y sacudieron sus alas. Ése día, cerca de las seis de la tarde, nació la nueva Humanidad azul.