(NS: No recuerdo si alguna vez publiqué este artículo – probablemente sí – en este diario, pero estoy seguro que fui muy feliz redactándolo.  Era una forma de gozar otra vez los vericuetos de la religión, el reencuentro materno y cosas anexas. Una versión posterior y corregida apareció en mi libro IQT Remixes. Lo vuelvo a publicar porque a mi vieja le gusta mucho y como una forma de celebrar a todas las viejitas y jovencitas de este mundo que saben ser madres)

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Camino en medio de esta maraña de subterfugios  angostos,  arterias que suben y bajan en una ondulación que puede marear al más recio. El cobrador de la línea “S” (flota de combis que pueden llevarnos de Lima Norte a Lima Sur, pasando por Lima Tradicional, en un par de horas) me señaló con típica seguridad de palabreador, al dejarme en el paradero que interseca las avenidas Pachacútec y San Juan, en un paseo que me trae a las orillas del populoso  y pujante distrito de San Juan de Miraflores, que debería caminar un poquito. “Cuatro callecitas nomás, bróder”. ¿Cuatro? Las huiflas. Veinte, treinta cuadras después, junto a mis devotas acompañantes, percibo un leve resoplo de desorientación. Ocho a-eme. Gruño: salir tan temprano de casa a veces puede ser una muy mala idea. Peino con mis aturdidas pisadas Pamplona Alta. Perdidos en Pamplona Alta; lindo titulo para venderle a la talentosa hija de Francis Ford Coppola, divago. Desde una radio con severos problemas de constipación, sintonizada en Inka Turbo Satélite, Dina la rompe con “Qué lindos son tus ojos”.

Ando por aquí básicamente porque todo este asunto de la fe me genera mucho interés. Aunque más de un demagogo se ha agradecido públicamente por ser tan fervoroso creyente, la mayoría de los seres humanos han tenido, por lo menos alguna vez en su vida,  dudas en su  concepción del mundo, en sus ideas de un ser superior, en su visión y adhesión a religiones e iglesias.  Soy de aquellos que constantemente revisa y cuestiona su fe (aunque, ciertamente, podría pasar por devoto, más aún que aquellos contritos y fingidos – interesados- adoradores a Diosito). Y algo que me ha traído hasta este enorme laberinto enclavado en un clásico cerro gris de la capital es, sin ninguna duda, la admiración de este símbolo, estatua de yeso que en su versión original no suele sobrepasar los 60 centímetros, capaz de mover congregaciones, masas fervorosas y  sentimientos motivadores como ningún otro: El Divino Niño.

Pienso, entre las caminatas que me van llevando junto a mi madre y mi amiga Sofía, llegadas espacialmente de la casa natal en Loreto, cómo hemos podido llegar a esta torva fascinación por este muchachito milagroso. Obviamente, su figura ha salido incluso dibujada en escenarios deportivos, calendarios, ha sido objeto de poemas, cuadros pictóricos, esculturas y estudios diversos. Pienso, otra vez: si alguien tuviera una compañía encargada de los derechos de su imagen se podría hacer multimillonario.

La devoción ha crecido rápidamente. En Iquitos (mi ciudad natal), donde antes se hacían novenas a la virgencita María o al Sagrado Corazón entre las distinguidas y tarrajeadas damas de la high society (las cuales, a menudo culminaban con soberanas y risueñas comilonas, en las cuales se practicaba el popular y nunca bien ponderado deporte nacional del “raje”), donde antes los pueblos jóvenes y las humildes “mujercitas y hombrecitos” (uso el término que políticos bien educados, paternalistas y sus respectivas esposas aplican con arrobadora candidez) reiteraban sus fiestas patronales a diversos santitos, ahora destaca la insustituible estampa de este infante de manos abiertas, ojitos estilo gato-engreído-casero y vestimenta rosadita. Evanescencia pura.

¿Será que en nuestro país ya reina El Divino Niño? ¿Será que ya es la figura religiosa nacional? ¿Será que en la Selva somos tan devotos de las modas colombianas que también hemos importado alegremente ésta?

Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y tu oración será escuchada.

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Milagroso, le dicen.  «Me consiguió chambita», «Sanó a mi hijito”, « Me recuperó a mi marido». La devoción no distingue edades, sexos ni clases sociales. La famosa novena de homenaje se ha convertido en un libro que ha vendido más de tres millones de ejemplares, sólo en Colombia. En la parroquia-santuario,  a donde llego luego de más de media hora de intensa caminata, en la librería adyacente, donde una serie de souvenirs relacionados al culto se expenden , la dichosa obrita es, modestamente, un best seller de ventas.

A la parroquia de Pamplona Alta, en honor al Niño Jesús, se puede ingresar en las horas de atención. Las puertas permanecen cerradas, pero si uno toca por la zona de administración y solicita visitar a la efigie, se le autoriza amablemente el ingreso. La parroquia ha ido creciendo gracias al apoyo de miles de fieles que llegan de todas partes de Lima, incluyendo los así llamados barrios “pitucos”. El Despacho parroquial tiene una salita de espera muy  simpática que no tiene nada que envidiarle a los de María Reina, Virgen del Pilar o Medalla Milagrosa, florones de la corona del culto católico en la alta burguesía limeña. Gracias a la solidaridad, se puede atender a diversos niños y ancianos de la zona, cuyas necesidades primarias en muchos casos se encuentran irresueltas. Además, las misas se celebran continuamente y es posible que pronto deban buscarse más bancas o más espacio ante el aumento creciente de los asistentes.

Entro al espacio de veneración y la imagen es interesantísima. A través de una capilla en forma circular, se despliegan todos los motivos del culto. Me gusta lo que veo. La capilla llena de ángeles, vírgenes, pequeños infantes, colores a veces tan  enemigos entre sí, pero aún tan cálidos y tiernos que provocan tranquilidad. En una urna, sobre un costado estratégico del lugar, se encuentra una efigie principal. Enfrente, el espacio principal, el Divino Niño sobre un soporte, al que se la agregado la imagen pintada de una María totalmente llena de gracia, sin pecado progenitora. Se respira vida en el espacio estructural, sobre todo un sentido y emotivo amor por el chiquilín. Uno puede rezar todo lo que quiera, hacer todos los votos y propósitos que quiera. De pronto, pienso en todas las buenas cosas que se han realizado en su nombre y en todas las obras apreciables cuya evocación han planteado. Pienso en aquellas imágenes que, aunque el escepticismo me permite dudar, no puedo dejar de reconocer.  Este  Divino Niño tiene la fuerza suficiente para generar un modelo de conducta o una inspiración que muy pocas imágenes me han brindado. La idea misma de que su fuerza pueda mantenerme respetuosamente, frente a él, a pesar de dudar del poder superior que, supuestamente, lo subordina, son esas sabrosas contradicciones que se permite el desconcierto de la fe.

Salgo renovado, plácido, menos gruñón que al principio, me dirijo junto a mis acompañantes hacia el mercadillo de cachivaches, hacia el centro de reducidores de la zona, la Cachinita del lugar, a tomar el carro de vuelta para la casa.. Subimos a otra combi, otra “S”. Me percato que entre las calcomanías diversas, hay una imagen del Divino Niño y una leyenda que señala “Yo reynaré” (con “y” griega). Sonrío cómplicemente.  “Ese niño es milagroso”, repite mi madre, piadosa convencida Vaya que le creo, sobre todo porque, después de darme cuenta que en los últimos días no he dejado de hablar de él, que lo he adoptado como frase ideal de mi nick del Messenger de Hotmail y ahora reina su pequeña y fosforescente imagen de plástico en mi dormitorio, creo que, sí, este chiquito picarón y chaposo ha hecho el milagro. Vaya que sí.