Entonces el congresista, no pudo maniatar la bestia fiera de su ardor corporal y, erotizado al máximo, no esperó estar en lugar privado para dar rienda suelta a sus bajas pasiones visuales. Y sentado en su escaño, en plena jornada de trabajo, sin ninguna decencia, entró en los servicios pornográficos y se entretuvo contemplando escenas al rojo vivo, poses de fuego, pasiones descontroladas. Tan ensimismado estaba en su vicio, tan perdido andaba en su obsesión por mirar lo que otros y otras hacen que no le importó que los demás parlamentarios debatieran sobre la nueva ubicación del Congreso. Ensimismado en su navegar por los laberintos pornos no se dio cuenta que alguien le filmaba. El señor Arifinto, nombre verdadero del erotómano, tuvo que renunciar a su curul, a las gollerías de los viáticos y otras gangas,  a su jugoso sueldo. 

El hecho ocurrió en Indonesia y parece que nada tiene que ver con nosotros, los peruanos. Pero el congresismo de la blanca y roja no anda muy lejos de Arifinto. No necesariamente cerca de su desvío sexual, sino de su escape de la labor, su concha para dedicarse a otra cosa entre los escaños, su transgresión añiñada de la majestad legislativa. Los parlamentarios de por acá tienen lo suyo. No escatiman, no escarmientan. Dicen, hacen, patrocinan, cada cosa. Y cobran cada mes con todo desparpajo. No son bien vistos por la población en general desde hace tiempo. Y, como es natural, son parte del deterioro de la imagen del poder en este país.    

El Congreso, como entidad mayor, como contrapeso del presidencialismo, como centro de la emisión de leyes acordes con las demandas de los tiempos, anda por los suelos, invadido por arifintos de todo pelaje y filiación. El Congreso que se instalará este 28 de Julio es un pelotón apretujado, un tropel de representantes cercanos unos de otros, donde ningún partido tendrá la mayoría. En ese escenario de los escaños no caben los nuevos arifintos.