La condena de los antros del vicio

En la ciudad de Iquitos, el primer vicio público fue el consumo, legal o clandestino, de toneladas de aguardiente. El arribo de la cerveza amplió el rubro del vicio licorero, y sus desmanes pervirtieron la vida de algunos de nuestros antepasados. Hoy el aguardiente y la cerveza siguen ahí, bebidos en cantidades industriales. No alarman casi a nadie, salvo a los que conocen de sus efectos nocivos en la salud de cualquiera. El último vicio, el más notorio, el más nocivo, el más degradante y más brutalmente perjudicial, es el consumo constante y perenne de pasta básica.

En esta ciudad, de noche y a veces de día, hay sitios establecidos como zonas liberadas, puntas de playa, donde incontables personas, de cualquier edad, dan rienda suelta al consumo radical de la nefasta droga. Los iquiteños, así, donde quiera que vivan, más tarde o más temprano, conocen que en tal parte, en tal esquina, hay un antro del vicio. Esos lugares son una permanente efusión de delirios, de alucinaciones de variado tipo, de vuelos descabellados, de constantes incursiones en los duros senderos de la degradación humana. Entonces esta urbe está rodeada de esos muladares descarados.

Es decir, el patético mundo del vicio que mencionamos no necesita camuflarse, esconderse. Opera a plena luz, a la vista y protesta de tantos. En verdad, no se ha hecho gran cosa para acabar con esos lugares. Las medidas represivas, por ejemplo, hasta ahora no han dado resultados satisfactorios. Los antros vuelven a funcionar allí mismo o cambian de lugar. La población que cae en el vicio, debido al incremento demográfico, aumenta. ¿La urbe nuestra está condenada a ser siempre albergue de descarados antros del vicio o hay alguna solución en marcha?