Por: Moisés Panduro Coral

 Hace un año, los candidatos a gobiernos regionales y locales hacían sus ofertas al electorado que debía acudir en octubre a elegir sus nuevas autoridades.  Entonces, la casi totalidad de ellos hacían gala de la más cínica y delirante demagogia, y ofrecían bajarle la luna y las estrellas a la gente sin ruborizarse, prometían trabajo en el Estado a miles de personas sin que les cayese la quijada al suelo, se mandaban con  propuestas fantasiosas dignas de un campeonato mundial de charlatenería respaldados en portátiles jornaleras, periodistas pagados y medios que hicieron su agosto con los millonarios desembolsos por publicidad.

Decían que sus promesas estaban en su plan de gobierno. Y la verdad es que de plan de gobierno no tenían nada más allá de un documento impreso mal redactado, un adefesio gramatical, ahíto de generalidades harto conocidas en cuanto al diagnóstico y llena de vaguedades en cuanto a soluciones. Y es que éste es un problema muy serio, desde que la política se convirtió en un negocio: el plan de gobierno de quienes han ganado elecciones en estos últimos 25 años no fue más que un requerimiento legal que debe cumplirse sin que importe el contenido, su certeza ni su viabilidad; no pasó de ser una mera exigencia formal del Jurado Nacional de Elecciones sin el cual no podían inscribirse.

Para los políticos electoreros en regiones y municipios, el plan de gobierno jamás ha sido ni será una herramienta de gestión para cambiar, revolucionar, mejorar, progresar, reformar o desarrollar un territorio. No es, ni será una guía de gobierno sustentada en principios y valores que permite materializar el corpus ideológico que distingue al grupo político ganador, un instrumento de misión que conjugue  los propósitos, metas y resultados concretos que deben obtenerse para darle sentido a la visión doctrinaria que debe animar la política. Nunca lo fue, ni será un documento de compromiso político; ni la palabra de honor escrita, testimonial y viva que le obligue al ganador a rendir cuentas ante el pueblo, no por que la ley lo pida, sino porque la democracia lo necesita.

No se encuentra en ellos esencia trascendental, perfiles ideológicos, creencia doctrinaria, convicción de principios, práctica de valores, acción política genuina, resultados definidos, alcanzables y medibles. Éstas que son precisamente las cualidades que deberían caracterizar un plan de gobierno a ser expuesto ante el electorado por un partido o movimiento político,  no forma parte del discurso ni de la praxis de los grupos de negocios electoreros; la pura verdad es que están en nada. Lo único definido en la praxis electorera de estos tiempos es el porcentaje, la coima, el chantaje, la sobrevaloración, la tinterillada.

Por eso cuando alguien pregunta ¿y que fue de los planes de gobierno de gobernadores regionales, y de alcaldes provinciales y distritales, la respuesta que nosotros damos es otra pregunta: ¿cuáles planes de gobierno?, ¿se pueden llamar planes de gobierno a esos mamotretos anillados con texto “copiar y pegar” presentados como parte del expediente de un candidato electorero? ¿merece el nombre de plan de gobierno un cachivache de hojas entintadas en palabrería hueca y sin principios sólidos?. No, no lo merece, por eso es que tampoco es de extrañar que en estos primeros siete meses muchos gobiernos regionales y locales nos parezcan entidades zombies caminando sin rumbo y sin dinámica; otros nos parezcan antros de corrupción donde las obras y adquisiciones se venden a quien ofrece más, no a quien ofrece menos; y no pocos nos parezcan tierra de nadie, sin liderazgo  y sin ideas.