Viernes santos de nietzscheanos

Por Miguel DONAYRE PINEDO

Mi abuela Natividad fue el primer personaje nietzscheano que conocí, y eso que mi abuela no pasó por el colegio por decisión de su padre, se privilegiaba a los varones [recordemos que Nietzsche proclamó, Dios ha muerto]. Sí, cuando era niño para estas fiestas de semana santa, sobre todo en viernes santo, ella me decía con solemnidad y mucho pesar, hijo, Dios ha muerto, esa frase me golpeó en la memoria mientras leía un texto del filósofo alemán pero lo tomé como si nada nuevo me anunciaba, ja, ya lo sabía. Aunque cuando era un mocoso me quedaba con cara de póquer cuando escuchaba eso. ¿Cómo que Dios ha muerto? Me preguntaba a mí mismo. Claro, luego Natividad soltaba su retahíla de consejos y recomendaciones en tono grave de sentencia. No hagas esto, no hagas lo otro. Así que esos días éramos presos de nuestras conciencias y sin poder hacer nada. Me gustaba jugar al fútbol, ese día estaba prohibido. No podía patear la pelota y para mí era un sufrimiento. Pero la actitud de Natividad de proclamar que ese día Dios no gobernaba el mundo ni imperaba en nuestros actos era para mí muy liberador. Empujaba más a la imaginación. Me rondaba la pregunta ¿de donde le salía a Natividad esa actitud impía? Me contaba cuentos que eran una delicia para cualquier niño. Aves que hablaban, animales que se resistían a sus dueños, espíritus de todos los colores ambulaban por el mundo. Mares que se secaban. Océanos que cambiaban de color. Personas que se convertían en pelejos, perezosos. Peces que andaban por las calles como cualquier persona. Los bufeos colorados felices y sin arrepentirse de sus robos. Ese día difunto paseaba el caos. La fuerza oscura devoraba a la razón. Saboreaba esas aventuras oliendo a algas frente al mar de Pisco y proclamaba a gritos la frase de mi abuela nietzscheana.