Por: Gerald  Rodríguez. N

La iniciativa legislativa de la parlamentaria Karla Schaefer (Fuerza Popular) para implementar la pena de muerte para violadores de menores de edad entraría esta semana al Congreso de la República. El proyecto de ley de Karla Schaefer plantea aplicar la pena de muerte «por el delito de violación a la libertad sexual cometido contra menores de siete años de edad seguido de muerte». Y de ser así, se necesitaría de una reforma constitucional que necesitaría la votación favorable de 87 congresistas en dos legislaturas consecutivas; segundo, la salida del Perú de la Convención Americana de Derechos Humanos, conocida como el Pacto de San José. El proceso de renuncia demora alrededor de un año. Pero sobre todo esto es venta de humo por el ministro de justicia o la bancada fujimorista, porque llegar a estos niveles de retirarnos del Pacto de San José es algo que no se dará, pero sin embargo, animan falsas esperanzas en la población sobre algo que nos perjudicaría como país en niveles internacionales y en niveles propiamente humano.

La pena de muerte tiene una sombra de venganza, se ejerce a sangra fría. Es premeditada, calculada, anticipada, esperada, ejecutada y hasta festejada. La venganza se complace con el mal ajeno, aplaca la furia con la realización de su odio, que se alimenta con la pequeñez de lo que lo motiva, para justificarse. La venganza actúa cuando la ley silva, haciéndose la distraída. La pena de muerte es obtusa –ya lo advirtió Sófocles- “a quien no teme la muerte, no le intimidan las palabras”, y es que aunque es mejor sufrir una injusticia que cometerla, la pena de muerte huye de la reflexión. La pena de muerte hace la mermelada de la prensa amarilla, color de la bilis y la muerte. Es grotesco el argumento de muchos inexpertos en derechos humanos, de que la pena de muerte ahorra al Estado un miserable al cual alimentar en la cárcel. Y aunque estos defensores de la pena se alucinen que así se nos libera de un mal asunto interno, ubicándolo afuera y atacándolo, no responde más que a la turba, sometiéndose a sus arrebatos. Si la pena de muerte no repara el daño, mucho menos remedia sus desvaríos, confunde además a la justicia con la revancha, y a la paz, con la calma de la ira. La pena de muerte es contraproducente, por evitar su castigo, los criminales seguirán empeorando sus acciones, y seguir matando a sus testigos para no dejar rastros de que los conduzca a su propia muerte.

Con la pena de muerte, la justicia negaría lo que predica: defender la vida con la muerte. Si la vida fuera el bien supremo -y para mí lo es-, la justicia no la alcanzaría a través de ese castigo. La pena de muerte hace gozar a quienes se sienten benignos con quienes disfrutan sintiéndose malvados. Unos entornan los ojos, otros muestran los colmillos, pero seguirán siendo víctimas de su alucinante narcisismo. ¿Nos imaginamos una fosa de los inocentes ejecutados, como las fosas de la Alemana Nazi llenas de judíos? Sería como volver a los sacrificios humanos, religiosos o políticos, los fusilamientos sumarios, los “ajusticiamientos”, la horca al paso, la guillotina reluciente, el hachazo y los voltios, ¿y cuál sería la civilización de la cual nos jactaríamos pertenecer? Eso sería nuestra civilización, la más horrenda, la más grotesca, la más patética de las que hayan existido.