Los días de primavera son impredecibles como cuando está en esa edad primaveral, la edad del pavo, esa edad adolescente donde es difícil conducirnos. Aviso: nadie se escapa de ella. Nos llenamos de contradicciones. De rebeldías fatuas y hueras. Cambios constantes de tonos y respuestas. Miras al mundo adulto con asco y con resignación, cuestionas esas reglas de juego sociales, te parecen memas. Notas también cambios fisiológicos que te asombras desde el cambio de voz hasta los pellillos en la cara, el acné que te persigue y quieres ocultar esa parte del rostro. Quizás por eso el bamboleo existencial, me parece, creo, la mar de oportuno para que uno se zangolotee dentro. Necesita un remezón pero sí este persiste a lo largo del tiempo (el adolescente eterno es un frase/indicador muy reveladora y debes ponerte a pensar), entonces, hay que acudir a un profesional del tutumo. En esas aguas primaverales hay la persistencia y una lucha constante para que nada está en su sitio, lo remueves por el sano (je, perverso) gusto. Es un tiempo de inestabilidad como las predicciones del clima de mi época, que pocas veces acertaban – en eso de las predicciones mi abuela era mucha más certera. Son esos momentos de tu vida donde la monotonía cotidiana se difumina. Cada día al levantarse en esa época de la vida uno termina preguntándose cada mañana sobre el clima interior ¿Qué pasará hoy? Y pasaba de todo. Mares de fondo, borrascas, aguaceros, chubascos intermitentes, las cotas de nieve a determinada altura, soleado y sin nubes, cielos encapotados. Es un período donde las sacudidas son frecuentes. Pero eso mismo pasa en la primavera, es una estación en la que hay remover todo. Es un ejercicio de saneamiento existencial.

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