Soy cada vez consciente que sufro una deformación ocular. Quizás no quiera decir mucho o quiera decir todo lo que me ha pasado. Es un padecimiento, o una salvación, no lo sé, pero esta distorsión ocular convive conmigo desde que era niño. Sí, el autodiagnostico es que a esa torcedura ocular contribuyeron mis lecturas a lo largo de estos años que no son pocos- leo que me encamino irremediablemente a la tercera edad, sin freno y sin complejos. Me miro en el espejo y me veo las huellas del tiempo, tengo lunares de carne, pelos en las orejas, barriga abultada que posiblemente sea por el hígado graso, escucho cada vez menos debido a la hipoacusia, me olvido algunas veces (y tengo pánico que me vuelva a ocurrir, el otro día me olvidé el número de mi tarjeta del banco cuando fui a un cajero a retirar dinero), soy maniático con los horarios, la puntualidad y un poco gruñón. Muchos de mis cabellos son solo recuerdos y los que tengo ahora están encanecidos. Pero no quiero hacer ningún regate sobre esta torsión ocular. Cuando era niño me topaba circunstancialmente con una persona muy espigada, de barba cana y con un sombrero de explorador, me parecía que era Alonso Quijano, el caballero que se enfrentaba a los molinos. O los personajes de Tom Sawyer cuando íbamos con mis primos a jugar a la orillas del río. Mis padres y hermanos me decían que mis símiles se parecían un huevo a una castaña pero persistía en hacerlos sin esperar su anuencia. No. No se parecen en nada, me decían en tono de reproche. Me miran o dicen que estoy chiflado – debe ser el aire del exilio voluntario, me comentan con sardónico latiguillo. A pesar que no creían en mis parecidos yo seguía cosechándolos para mi propio mundo, era mi tesón de cabezota. Así que a veces en las esquinas del bullanguero puerto difunto, una vez me tropecé con una mujer que era parecidísima a Lauren Bacall, sí, la mismísima actriz de Hollywood, mi madre se reía por el símil y haciéndome gestos con las manos me decía que estaba chalado. Sí, más cuando ella, la supuesta actriz o reencarnación de ella, se ponía de perfil, sus ojos claros, caminar grácil y su parecido era tan increíble que me quedaba embobado, sin respirar por unos segundos. Casi no quería mirarla por mi enfermiza timidez y, claro, por su gran parecido esa bella mujer me parecía un ser de otra galaxia; sin embargo, frenaba mis entusiasmos salpimentados con aires de realidad cuando me repetía que eran mis fantasías pueriles tan denostadas por propios y por extraños. Pensé que esa deformación de mis ojos me dejaría algún día. Pero nada, es más recurrente y camino por la apenas visible línea delgada de la realidad y la ficción. Debo confesar que esta, la dislocación ocular, se ha incrementado con el paso de los años, digo sin molestarme, y dejando el lado el tono elegíaco que poco ayuda en estos casos. Es más, percibo que se ha hecho crónico. Y eso me pasa con frecuencia en los viajes, en Porto Bello conocí a un pata que se parecía mucho a un amigo de la infancia, sólo que este hablaba francés y tocaba la trompeta como un consagrado jazzman. El otro día se lo comenté a un pata que mirando un partido del equipo del Bayern de Múnich, uno de sus jugadores se parecía a un muchacho que vendía chupetes de mi adolescencia, el no sabía si ponerse serio, reírse por mi tropical (y exagerada) ocurrencia o mandarme a freír espárragos, claro, el ignoraba mi dolencia. Esto parece una página extraviada de un dietario, tal vez lo sea y no me he dado cuenta. También debo confesar que este padecimiento ha sido mi tabla salvadora, así la realidad se me hace menos chata, menos plana.

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