El escandaloso triunfo del licor

Percy Vílchez Vela

VOLADA En uno de los cuartos de la misión de la remota aldea de Iquitos, el religioso Mariano de Andrade escondía un alambique manual. El olor a fresca y fuerte cachaza era invasora de cualquier nariz que asomara por allí, y entre tanta incitante fragancia estaba la frasquera que sostenía a los pomos de vidrio donde se envasaba el licor. Era 1795 y la producción evangélica y cristiana no era una empresa solitaria. Era en oscura alianza, en grosera sociedad, con el gobernador Miguel Alván. Desde el poder más alto, ambos tipos se dedicaban al contrabando de aguardiente, desconociendo que beber en exceso hacía  estragos en la salud. La primera Ley Zanahoria, que prohibía beber licor después de las 7 de la noche, era entonces violada por los encargados de hacerla cumplir.

La primera y remota aldea de Iquitos surgió entre varios ríos y atravesada por mares de licor. La aparición del alambique dinamizó el consumo indiscriminado del aguardiente. Los fundos de ese tiempo surtían de su producción a varios lugares de la floresta. Los cañales proliferaron como el inicio de un cáncer social. El tomar se volvió universal y se convirtió en una herramienta de manipulación desde el poder. El contrabando ejercido por el misionero y el gobernador tiene que verse también dentro del uso de la borrachera para fines de ganancia mayor que la simple embriaguez. La deuda eterna gracias a las botellas, por ejemplo. El cronista Gaspar de Carvajal refiere que las mucas en la maraña no siempre fueron así. Las amazonas, por ejemplo, no solo eran bravas en el arte de la guerra, sino que bebían licor dentro de la ofrenda, del ritual, de la relación con lo trascendente. Las antiguas bodegas de vino que los orellanistas encontraron servían también para ese otro tipo de embriaguez.

En la biografía de la ciudad, antes, muchas lunas antes de que Pro & Contra viera la luz, el licor ya había hecho estragos. En “El  linaje de los orígenes, la historia  desconocida de los Iquito” hicimos referencias de paso al reinado del licor. Eran anécdotas espirituosas, simples transgresiones de embriagados que ponían su salsa y su pimienta a una ciudad beoda debido al calor, al frío, la derrota, la victoria, al amor, al desamor, la soledad, la compañía y cualquier otra disculpa admitida para echarse unas aguas. En esas estampas no se descubría ninguna señal de que el licor se convertiría con el correr de los años en una lacra social, un  mal feroz, una ingestión patológica, hecho vigente en estos tiempos de aniversario procontrista.

La gallarda nave brasileña “Sao Cristobao” trajo entre sus tripulantes a gente digna de las copas y las botellas. Era el 3 de enero de 1942 cuando, en visible estado de embriaguez, mamados hasta el hartazgo, ebrios sin remedio, César Duarte Lima, Lázaro Cossío Sosa y  otros sujetos de la tomaduría en viaje, asaltaron el cuartel policial ubicado en Punchana. En el asalto esgrimieron fusiles y puñales porque querían rescatar al borrachudo Jorge Gonzáles  Solís  que  fue  detenido por los custodios por armar una gresca en plena calle. Ese tipo de escándalo, de pelea en el bar, de bronca callejera, domina los primeros tiempos de la vida del diario. Pero entonces abundaba algo que no salió en ninguna de las ediciones.  Porque no era noticia.

El robusto barril de cerveza,  como símbolo de campaña política, de treta para ganar votos, fue desbordante publicidad electoral del entonces candidato a ocupar la Casa Blanca, William Henry Harrison. El citado arribó al poder del imperial país con ese anuncio bebestible y pletórico de espuma. El suculento licor nunca fue usado por algún candidato como propaganda para vencer a los adversarios en las urnas. Algo insólito considerando que en cada campaña electoral corren y vuelan mares de aguardiente, cerveza y otros licores. Del estribo o no. Nunca se sabrá  cuantos  tanques, bidones, barcos, vasos, pates de trago fueron zampados en tantas guerras a muerte de las ánforas.  Los políticos, empinen o no los codos y las patas, también tienen la culpa para que el consumo de licor se haya convertido en una degeneración en esta ciudad como veremos luego.

El Perú es un país alcohólico. No ocupa ciertamente el primer lugar en el mundo en consumo espirituoso. Los checos chupan más que nadie en la tierra. En Latinoamérica los que más beben son los venezolanos. Pero en la nación de los incas la degradación está  presente. Para comprobarlo nos basta referirnos al espantoso asesinato de un ciudadano en Lima ocurrido el 21 de junio del 2012. El motivo de las puñaladas fue porque no quiso invitar más cerveza a sus acompañantes. En un país así Iquitos obtuvo el increíble galardón del primer lugar a nivel nacional en accidentes ocasionados por conductores en estado de ebriedad.

Entonces, la urbe caliente y divertida, anda extraviada en el vicio, derrotada por la degeneración en ese tipo de achispado consumo. Algo inaudito teniendo en cuenta que nuestra población es menor que Lima, Arequipa, Trujillo y otras ciudades del país. En conclusión, podemos decir que sigue el modelo impuesto por la sociedad delictiva de hace siglos, entre el misionero y el gobernador. Ha pasado el tiempo desde ese contubernio vergonzante y la degradación prosigue, invicta. La aparición de nuevas generaciones no mejora algunas cosas, no supera el nivel del bar de mala muerte, de la taberna de los arrabales. Las empeora. Los accidentes de embriagados son una prueba contundente. ¿Qué otra desgracia aguardentosa, cervecera, roncera, pisquera, sieteraicera o chuchurrinera ocurrirá dentro de un año, cuando este diario cumpla sus dos décadas?